Durán abandona

La vida no es igual fuera del Palace. Cautivo, desarmado y sucesivamente humillado en las últimas contiendas electorales, Josep Antoni Durán i Lleida echa rodilla a tierra. 29 años después de vivir a cuerpo de sí mismo —ya quisieran algunos reyes— se baja del machito. Casualidad, que lo haga en el preciso instante en que no queda nada por roer del hueso. Habrá que reconocer, con todo, la habilidad para sacar petróleo de algo que no tenía más valor que su nombre. Como aquellos burgueses que se asociaban por vía inguinal con la aristocracia venida a menos para adornarse con un título, la nueva rica Convergència compró en su día la franquicia Unió para darse un barniz de democracia cristiana histórica con toque antifranquista. No salieron mal los adquiridos: siendo cinco o seis, como finalmente ha quedado demostrado, pillaron canonjías a tutiplén… hasta que se rompió el amor —o sea, el interés— de tanto usarlo.  Luego, lo uno llevó a lo otro. El fin de la alianza fue (o lo será, tanto da) el del partido fundado, casi nada, hace 84 años.

Escribo en caliente, así que desconozco las reacciones a la tocata y fuga. Sospecho que habrá alguna que otra encendida loa, como corresponde a un difunto, aunque solo sea político. Siento no poder sumarme. Creo, de hecho, que el mejor retrato del individuo está en una anécdota apócrifa que comparto con ustedes. Se cuenta que allá por los primeros 70, un grupo de catalanistas habían quedado para una reunión en una plaza. Solo faltaba nuestro hombre, que finalmente apareció saliendo de una iglesia. Al verlo, Miquel Roca sentenció: “Ahí viene Durán de engañar a Dios”.

Austeridad

Se pongan como se pongan los diccionarios y los atrapadores de conceptos que los elaboran, las palabras acaban significando lo que está en la cabeza de quienes las pronuncian o las escriben. La política, sin ir más lejos, se basa en esa inabarcable polisemia a la carta. Todos los partidos coinciden en defender la democracia, la libertad y la justicia. El truco es que tal consenso -otro término que se las trae- es en realidad un gallinero, pues cada cual tiene su propia versión y ocurre así que son incapaces de entenderse cuando en apariencia están hablando de lo mismo. Viene a pasar como con las tallas de la ropa. Una 34 de Bildu puede ser una 40 del PNV, una 22 del PSOE, o una 58 del PP. (Si alguien se quiere liar, que lo haga; pero juro que he puesto los números aleatoriamente)

Y no sólo se da con los tres vocablos totémicos mencionados arriba. El mismo fenómeno opera también con la calderilla verbal que circula en parlamentos, cortes y cámaras representativas varias. Fijémonos, como ejercicio, en el sustantivo “austeridad”, repetido hasta la náusea en el último Debate del Estado de la Nación en el congreso español. Pretender adivinar lo que tal mantra quería decir para los que lo recitaron es, con el permiso de Violeta Parra, como descifrar signos sin ser sabio competente.

¿Qué había, por ejemplo, bajo el cráneo despejado de Josep Antoni Duran i Lleida cuando advertía al atribulado Rodríguez Zapatero de que había llegado el momento de aplicar las más severas políticas de austeridad? Veamos: gafas de mil euros, traje y zapatos de no menos de dos mil, y como humilde morada, una suite del Palace. ¿Dónde metemos la tijera? ¿El salmón noruego del desayuno, el gintonic de Tankeray Ten y Fever Tree de la sobremesa? Cambiamos lo primero por surimi y lo segundo, por un recio combinado de MG y la Schweppes de toda la vida. Llámenme demagogo, pero yo también me apunto a ese sacrificio.