Espero que sepan perdonar que, tras el diluvio del fin de semana, venga este humilde juntaletras pertrechado de un jarro de agua helada y se lo vierta sin piedad colodrillo abajo. Debe de ser esta sangre galleguísima que corre por mis venas (haberlas, haylas) o un fatalismo que crece al ritmo de mis canas, pero cuanto más miro y remiro la quiniela del CIS para la CAV y Nafarroa, menos descabellada me parece. No digo que vaya a ser un pleno al 23 —los escaños que nos corresponden— pero sí que tal vez no le ande tan lejos. Nadie gana a caprichosas a las urnas vascas. Desde junio de 1977 a mayo de este mismo año hay una larga serie de resultados que nos situarían en las antologías de la paradoja, si no directamente en los prontuarios psiquiátricos sobre esquizofrenia y personalidad múltiple.
¿Es posible que tras unas elecciones que nos retrataban con unas ganas locas de mambo soberanista vengan otras, sólo seis meses después, donde aparezcamos casi tan rojigualdos como el que más? La respuesta la tendremos el 20-N. Mientras, contamos con no pocos indicios que apuntan hacia ahí. Si bien ha sido el barómetro oficial el que ha provocado las taquicardias, en el último mes he visto media docena de encuestas —cocinadas a beneficio de obra, de acuerdo— que ya salían por una petenera similar; la única diferencia es que situaban al PP en lugar de al PSOE como primera fuerza. Tal cual.
Hay factores más o menos técnicos que lo explicarían. Aunque no se da el dislate del 25-25-25 de las autonómicas, la distribución de escaños por territorio y esa ruleta rusa llamada Ley D’Hont ayudarían bastante. Súmese que en la conciencia colectiva abertzale éstos son unos comicios que ni fu ni fa. Si todo ello se rubrica con una campaña en la que el PP se dejará llevar, el PSE se pondrá de perfil y los que se repartirán las guantadas serán PNV y Amaiur, nadie se extrañe de que el CIS se acerque a la verdad.