Israel fumiga Gaza con centenares de bombas que dejan un reguero de muerte y destrucción, pero los titulares ponen en letras gordas los cohetes lanzados sobre Tel Aviv o Jerusalén. Se habla de escalada de tensión, de fuego cruzado, de ataques de respuesta, como si se tratara de una contienda entre dos iguales y, peor, obedeciera al siniestro principio de la represión proporcionada, dando siempre por hecho que los provocadores fueron los palestinos. Para que las almas cándidas y las conciencias dúctiles no tengan dudas, se subraya el carácter terrorista de Hamás.
Empezando por lo último, no seré yo quien lo niegue. Sin embargo, añado inmediatamente que ese hecho no me sirve para dar cobertura moral a lo que a todas luces es una matanza programada, una operación de exterminio perpetrada por un estado que utiliza el terror desde que existe. Lo hace, además, amparado en una legalidad internacional de conveniencia —las resoluciones de la ONU se las pasa por la sobaquera— y sin el menor reproche de los guardianes del orden planetario y sus palafreneros. De tanto en tanto, vemos un rasgado de vestiduras seguido de una coreografía negociadora con manos estrechadas, abrazos, discursos rebajados de tono y hasta algún premio Nobel. Todo muy bonito, hasta que las presuntas buenas intenciones estallan por los aires por una razón bien simple: Israel sabe que va ganando y no va a permitir que una paz acordada reduzca lo que puede obtener por la fuerza y a un precio de sangre no solo asumible sino convertible en munición para completar el genocidio en nombre, qué asco, del legítimo derecho a la defensa.