Desde mis ya tres décadas en el oficio, contemplo con cara de póker la llantina tontorrona de algunos de mis compañeros porque Vox veta periodistas y medios a discreción. Entre la puñetera manía de creernos el ombligo del mundo, la tendencia al enfurruñamiento exhibicionista y la incapacidad para preguntarnos por qué ocurren las cosas, estamos dando pisto del bueno, del que engorda, a esos malotes que pretendemos denunciar. Oh, sí, queridos colegas que os rasgáis las vestiduras como no lo hacéis por otras mil y una injusticias que padecéis o de las que incluso sois cómplices: Abascal y sus secuaces no os prohíben entrar a sus actos porque os tengan manía. O no solo por eso, vamos. Buscan justo lo que han conseguido, a saber, multiplicar por ene la ya desproporcionada repercusión de sus regüeldos fachuzos.
Así va la vaina y muchos del gremio plumífero lo saben, pero se lo callan porque en este juego de pillos, los vetados saben que también aumentará su relieve y las entradas —los clics, se dice ahora— a sus cabeceras digitales. Esa, me temo, es la razón fundamental por la que no se opta por la solución más sencilla y, a la larga, eficaz, que es el veto al vetador. ¿Qué pasaría si la mayor parte de los medios que nos consideramos, en sentido amplio, progresistas dejamos de cubrir los actos públicos de los ultramontanos? Sería una medida muy higiénica.
Por lo demás, un saludo a los que, gritando tanto ahora, no tuvieron una palabra de reproche cuando no hace mucho se sacaba reporteros de las sedes a empujones o, en lo más personal, cuando el Gobierno de Patxi López vetaba a los profesionales del Grupo Noticias.