Las caricaturas danesas que montaron el primer follón no tenían ni pajolera gracia. Menos aun la mamarrachada francesa que lo acaba de reeditar. Ese es, en realidad, el chiste: que unas viñetas más sosas que una explicación de Carlos Aguirre sobre el PIB vasco den la excusa para limpiarle el forro a alguien, como probablemente ocurrirá. Unos pintarrajos que debieron acabar en la papelera o en el olvido por pura falta de la mínima calidad se convierten en espoleta del enésimo escarceo de lo que algunos pretenden guerra de civilizaciones. Todos al lío, unos por Saladino y otros por Ricardo Corazón de León. No pasan los siglos por nosotros.
La otra chanza fuera de las intenciones de los dibujantes es asistir al descacharrante cambio de papeles. Los que se parten la caja hasta tener agujetas en el estómago cuando el choteo es a cuenta de Cristos, vírgenes o santos ponen de pronto cara de hasta-ahí-podíamos-llegar y nos escupen la teórica del respeto a las creencias. Desde el fondo contrario, quienes invocan a Torquemada o al fiscal general del estado (que tanto da) al sentir el menor roce en las casullas o los crucifijos sacan a paseo la bandera de la libertad de expresión. La diferencia entre pisar el callo o que te lo pisen. Ni se dan cuenta de que son tal para cual.
Una vez más, copio a Jorge Drexler y pido perdón por no alistarme. Me aburren y desazonan por igual los presuntos transgresores que solo buscan un ojo fácil donde empotrar su dedazo, los catequistas de la tolerancia hemipléjica o los que, según sea propia o ajena la herida, piden árnica o un chorro de vinagre. Con más razón si, como ocurre de largo en este asunto, tras sus posturas a favor o en contra es indisimulable el hedor a ansia de notoriedad, imperiosa necesidad de liquidez y/o querencia por la barrila. Y si no hay modo humano ni divino de evitar la refriega, ¡joder, que por lo menos el chiste tenga gracia!