El PSOE, que se ha alojado en Moncloa durante 21 de los últimos treinta años, se acuerda ahora —vaya por Dios y el Espíritu Santo— de que la Iglesia no paga el IBI. Como con tantísimas cosas que dejó de hacer cuando pudo, ha convertido su atronadora omisión en ariete antimariano. No deja de tener un punto chistoso que personajes a los que hemos visto dando lametones a anillos cardenalicios o sumisamente arrodillados ante un tipo con báculo se vistan de comecuras. Colaría si lo hicieran guiados por la convicción, pero ni a las piedras se les escapa que tras este repentino fervor laicista hay ocho de ruido y cero de nueces. El problema no es ya que el PP le haya desplazado del Gobierno, sino que con su torpísimo estreno de legislatura, le esté birlando también el papel de oposición. En esas, para hacerse notar no queda otra que sacar la artillería demagógica de mayor calibre y apuntar a las sotanas. Por lo que sea, son un pimpampún muy pero que muy resultón.
Si el embate fuera algo más que una pose, no se quedaría en un impuesto que, suponiendo un buen pico, no deja de ser calderilla al lado de la torrentera de millones que van directamente de las arcas públicas a la buchaca eclesial. El melón que hay que abrir es de la financiación. A calzón quitado y sin apriorismos ni maximalismos. Simplemente, echemos cuentas y veamos qué actividades de la Iglesia tiene sentido subvencionar —hay decenas de ellas imprescindibles para la sociedad— y qué caprichos y vicios se deberían pagar de su cepillo. No es lo mismo un comedor de Cáritas o el huerto que trata hacer realidad una misionera en Mozambique que montarle un Star Tour a Ratzinger para que criminalice el uso del condón.
¿Entramos ahí? Sospecho que no hay lo que tiene que haber. Y nadie me malinterprete, porque tan sólo me refiero a las ganas de acometer un debate serio y sosegado sobre un asunto que, sencillamente, tendemos a dejar estar.