No querer ver

No hay novedad, señora baronesa. Solo pasó que un rayo cayó anoche y del palacio hizo un solar. Por lo demás, no hay novedad. Cuánto parecido entre la cancioneta de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado y cada uno de los informes que nos despacha regularmente el autotitulado Observatorio Vasco de la Inmigración, Ikuspegi. La última entrega, que hace ya la docena, bate su propio récord, no se sabe si de templanza de gaitas, de silbidos a la vía, de esas buenas intenciones que alicatan hasta el techo el infierno o, directamente, de negación de la realidad. Ni entro en la posible tomadura de pelo a los paganos últimos de los estudios —los y las contribuyentes de la CAV—, que son, de propina, los mismos sujetos de evaluación.

Pero tranquilos todos, que progresamos adecuadamente. “La actitud de la sociedad vasca hacia la inmigración mantiene su tendencia a la mejoría”, se albriciaban, matiz arriba o abajo, los titulares sobre el asunto. Luego, en la letra un poco menor se dejaba caer que en realidad se apreciaba un deterioro respecto al barómetro anterior. Y a modo de edulcorante, se mentaba una entelequia llamada Índice de Tolerancia a la Inmigración —cuñao el que ponga en duda que puede medirse tal cosa, apuéstense algo— que nos situaba en 58,48 sobre 100. Para redondear el placebo demoscópico, se añadía que solo un 2,4 por ciento de los preguntados mencionan espontáneamente la cuestión como primer problema.

Dejaré de lado lo que delata la alusión al problema por parte de los observadores, y preguntaré al aire o a quien corresponda qué sentido tiene engañarse en el diagnóstico de algo tan serio.

21 por ciento (2)

Con suerte, a la segunda conseguiré hacerme entender. Y si no, habrá una tercera, una cuarta y las que sean necesarias. Estamos ante una cuestión, la de las reacciones que suscita la inmigración, que considero crucial. A la altura, como poco, de otras que hacen correr ríos de tinta y saliva, con la diferencia de que esos debates tienen un reflejo infinitamente menor en la calle. Pongan la oreja por ahí y comprobarán que solo en círculos muy escogidos se habla de lo que, forzando el lenguaje, llamamos normalización o pacificación. Sin embargo, en cualquier esquina nos damos de bruces con conversaciones monotemáticas en un tono generalmente muy encendido y sin lugar a las medias tintas sobre la convivencia con las personas que han venido a nuestra tierra en busca de una vida mejor.

Llevo siguiendo el fenómeno desde hace mucho tiempo. Aunque la versión facilona sostiene que es una consecuencia directa de la crisis, les puedo asegurar -aunque probablemente ustedes están al corriente- que empezó a ser evidente durante la presunta prosperidad. Si cabe, se ha agudizado o ha encontrado una coartada con las vacas flacas. Ocurría entonces y me temo que también ahora, cuando el rechazo crece a ojos vista y sin marcha atrás, que no se ha encontrado un modo de hacer frente a tan espinoso asunto. Diría más: se ha abordado de la peor manera posible. En unos casos, mirando hacia otro lado y en otros, oponiendo a unos prejuicios otros prejuicios del mismo calibre.

Y voy directamente al grano. Atribuir sin más miramientos la condición de racistas, nazis, insolidarios, descerebrados y el adjetivo despectivo que se nos ocurra a ese 21 por ciento de vascos que abogan por la expulsión de los inmigrantes se me antoja un gran error de diagnóstico. Si persistimos en él, por más que se tranquilice nuestra conciencia, todo lo que conseguiremos es ver cómo aumenta la cifra y la intensidad del letal sentimiento.

21 por ciento

Alarmas con sordina y edulcorante. Ya hay un 21 por ciento de ciudadanos de la CAV (me imagino que no será muy distinto en Navarra) que creen que [Enlace roto.]. A todos. La cifra no viene en un panfleto estampillado con cruces gamadas, precisamente. La aporta el último barómetro de Ikuspegi, el Observatorio vasco de la inmigración, que si por algo se ha caracterizado, ha sido por tratar de ofrecer siempre la versión más amable de la realidad. Hasta el punto de hacerla difícilmente reconocible con respecto a lo que vemos y escuchamos todos los días en los diferentes entornos en que nos movemos. En este mismo estudio, resumido en 33 páginas, hay una buena cantidad de datos de los que se podría deducir que la cuestión nos preocupa tanto como el posible impacto de un meteorito contra la tierra. Peligrosa estrategia de la avestruz. Letal, si la rematamos reduciendo el debate —es decir, anulándolo— al consabido fuego cruzado de consignas y prejuicios. Todo lo que se ha conseguido siguiendo ese patrón es alimentar un incendio que, por desgracia, aún hemos de contemplar cómo continúa creciendo.

Lo hará, desde luego, si no nos sacudimos los estereotipos, los complejos, la tentación de mirar hacia otro lado y la incomodidad que provoca internarse en un territorio donde hay serias posibilidades de acabar escaldado. O estrellados frente a las propias contradicciones o a la evidencia de que nuestras viejas y bienintencionadas construcciones teóricas no resisten la prueba del algodón del día a día. Como no seamos capaces de sacar el pincel y el bisturí, serán los de la brocha gorda y el hacha los que se darán un festín. Podríamos haber aprendido algo de lo que ha ocurrido unos kilómetros al norte, pero vamos por el camino de repetir idénticos errores. Claro que luego trataremos de arreglarlo, según la costumbre, con un plan de convivencia. Para entonces, será muy tarde.