El Marlaskazo

Tiene un puntito golfamente divertido que la derecha extrema que idolatró a Grande-Marlaska en su época de espolvoreador de Justicia a granel se le haya terminado lanzando a la yugular con saña por haberle dado la patada al tal Pérez de los Cobos, fallido exterminador de urnas de plástico en la Catalunya irredenta. Y el regodeo alcanza el grado de justicia poética cuando el desencadenante del pifostio ha sido uno de esos informes de corta-pega-colorea de la Guardia Civil a los que el togado no les hacía ascos cuando instruía sus causas épicas. De rebote, resulta igualmente despiporrante que el progrerío de ocasión descubra de golpe y solo porque le ha tocado a uno de los suyos los usos y costumbres de los beneméritos a la hora de hacer dossieres por encargo judicial. Incluso los que no somos ni medio sospechosos de glorificar a los matones llevamos lustros denunciando esas compilaciones de fantasía que condujeron al trullo a más de uno por el artículo 33.

No pretendo llegar a ninguna conclusión edificante. Sospecho, incluso, que no la hay. Todo este psicodrama al que seguramente le quedan capítulos es sin más y sin menos uno de los clásicos ajustes de cuentas en lo más profundo de las cloacas. Toca, pues, tirar de cinismo y hacer acopio de palomitas para disfrutar del espectáculo desde la grada.

Juventud a prueba de informes

Independientemente de lo que ponga en la casilla “fecha de nacimiento” de nuestros carnés, todos pertenecemos a una camada de la que alguna vez se dijo que era la peor que habían conocido los tiempos y que caminaba hacia el desastre sin remisión. Estoy seguro de que entre los moradores de Ekain o Santimamiñe ya se daba eso que unos miles de años después sería llamado “conflicto generacional”, que no es otra cosa que un sarampión que, como la propia juventud, se cura con el paso de los años.

Casi todas las rebeldías sin causa de la Historia han devenido, siquiera sin ser conscientes de haber claudicado, en barriguitas prominentes, patas de gallo, resignado pago de impuestos y facturas y, como corolario, la convicción cascarrabias de que los que nos han sacado de la pista de baile están hechos de una pasta de peor calidad que la nuestra. No puedo evitar reírme por lo bajini cuando veo a los campeones mundiales de las gaupasas de los ochenta repitiendo desvelo, sólo que en pijama, a la espera de que vuelvan sus churumbeles adolescentes. Luego, claro, pienso en la edad que tiene mi hijo y en que pronto me va a tocar a mi, y se me congela la sonrisa.

Trabajos de “investigación”

El único cambio que veo en este eterno retorno -ley de vida, se decía antes- es que de un tiempo a esta parte pretendemos tener cartografiados a los cachorros de la tribu. No pasa un mes sin que aparezca un nuevo estudio, informe o similar sobre lo que bulle en esas cabecitas que sospechamos huecas. Sus conclusiones dan para titulares apañados -”los jóvenes de hoy son así o asá”-, pero casi todos tienen los mismos pecados originales. Por una parte, están hechos por tipos ya talluditos y, por tanto, biológicamente incapacitados para interpretar el código fuente. Por otra, se basan en encuestas a las que la chavalería responde con ánimo de choteo, de exageración o, directamente, de ocultación; a tus quince años, a buenas horas le vas a entregar voluntariamente a un pureta (lo sé, palabra en desuso) el plano de tu tesoro.

Pongamos, pues, en cuarentena los resultados de estos trabajos de campo. El penúltimo, avalado por el Departamento de Empleo y Acción social del Gobierno vasco, lleva por enunciado [Enlace roto.]. Tras ese paternalista punto de partida, concluye que la mocedad de este trozo del país -la CAV- vive obsesionada con su imagen, se aburre un congo estudiando y se chutan en vena bollería industrial. O sea, como la de todos los lugares en todas las épocas. Tremendo hallazgo.