EB, pelea por un muerto

Hay poemas dadaístas mil veces más comprensibles que las crónicas periodísticas que van dando cuenta de la gangrena terminal de eso que se llamó Ezker Batua-Berdeak y ahora no existe forma de nombrar sin meter la pata. Sus protagonistas, embebidos hasta la alienación en la trifulca por el cobro de una herencia que en el mercado político vale menos que las siglas de la ORT, no se enteran de que el resto de los mortales, incluidos los que se sintieron quinto espacio, contempla el penoso espectáculo como una pelea en el barro pillada al azar en un zapping. A los tres segundos aburre. A los cuatro, provoca un bochorno infinito. Y a los cinco, el dedo busca en el mando una teletienda salvadora. Cualquier aspiradora mágica, cualquier ingenio que pique, corte, machaque y bata tiene más dignidad que esta reyerta macarril de nunchakus y puños americanos que nos están ofreciendo en abierto los que hasta ayer nos explicaban cómo había de ser el mundo perfecto.

Tenían recetas para todo —y no necesariamente descabelladas— pero les ha fallado el pequeño detalle de ser capaces de convivir en su propia casa. Confundieron la sana dialéctica, ese eterno ponerse siempre en cuestión, con la sospecha sistemática de que quien se sentaba a su mesa se llevaba una porción de tarta o de ego mayor. Y así no es que no se haga la revolución pendiente; es que se acaba a hostias de cien veces, cien, y desde el otro lado de la barricada, el presunto enemigo de clase se descogorcia de la risa.

En el pecado va la penitencia. Aquella fibrosa formación que mereció las simpatías de Saramago, Atxaga, Vázquez Montalbán o miles de votantes que no tragaban con la dieta obligatoria de carne o pescado agoniza en medio de la indiferencia general. Da lo mismo quién gane —¡en los juzgados, qué triste!— la pendencia de familia. El premio será un cadáver en avanzado estado de descomposición. Quedará enterrarlo, nada más.

Proletarios de altos vuelos

Estas líneas comienzan donde terminaron las de mi última columna, excesivamente descarnada e inusualmente biliosa, según me han hecho ver muchos amables lectores. Agradezco las cariñosas reconvenciones y, por supuesto, estimo las opiniones discrepantes, pero un puente y decenas de lecturas después, mantengo de la cruz a la raya lo que escribí sobre los controladores aéreos. Ni una sola palabra de las toneladas que han vertido en su torrencial campaña autojustificativa me ha convencido. Y conste que no les tengo en cuenta expresiones pérez-revertianas como “no somos vuestros putos esclavos” o “nos exigís currar todos los putos días para tener vuestras putas vacaciones”, ni la burda patraña de que a algunos les habían puesto una pistola en la cabeza, luego desmentida entre balbuceos por sus portavoces oficiales y oficiosos.

Algo de propaganda sé, y no trago con esos potitos simplones. Tampoco, por supuesto, con los que nos ha ido suministrando el Gobierno español, disfrutando cual cochino en fangal de su papel de salvador de la ciudadanía. ¿Que me debía haber revuelto puño en alto contra la declaración de Estado de Alarma y el espolvoreo de tipos con uniforme en las torres de control aeroportuarias? ¡Venga ya! Vivo en un país en permanente y no promulgada excepcionalidad. Concejales de pueblos minúsculos con doble escolta, periódicos cerrados por autos judiciales de fantasía, golpes de madrugada en la puerta que no son del lechero, y hasta una ley que señala a quién se puede votar y a quién no. ¿Se me va a inflamar la vena democrática por un do de pecho autoritario para la galería? Nones.

De huelgas y razones

Ya estoy acostumbrado a no tener bando, y en esta chanfaina opté también por quedarme fuera de la marmita. No calculaba que acordarme de la calavera de un puñado de hidalgos agrupados en una cofradía corporativista que montan un pifostio monumental para mantener sus privilegios me alineaba con el Brigadier Blanco o el Mariscal Pérez Rubalcaba. Menos aún había previsto que en cierto imaginario neo-rojizo de postal unos señoritos que no distinguirían una reivindicación laboral de una onza de chocolate fueran designados como la moderna vanguardia del proletariado que pone en jaque al capital y, de propina, al Estado opresor.

Con ojos como platos tuve que leer panfletadas de parvulario como la que sostiene que “en toda huelga la razón la llevan siempre los huelguistas”. Ya, como en la de camioneros que acabó con el gobierno de Allende en Chile. En ese punto decidí dejar de discutir.