Las condenas inútiles

La más enérgica condena no sirve para nada. Mucho menos, si antes de sumarse al coro que la entona se anduvo enredando con que si en el estribillo era mejor decir repulsa o rechazo, no fuera que no sé quién se diera por concernido. Puñetera manía de convertirlo todo en una pendencia terminológica. Violencia de género, doméstica, machista. ¿De verdad es eso lo importante, el nombre? ¿Alguien cree que el que asesina a una mujer se para a pensar cómo se llama lo que ha hecho o que la víctima tendrá más justicia si lo que le ha ocurrido se enuncia de esta o de aquella forma? Por desgracia, parece que tal idea está instalada en demasiadas mentes, que luego presumen de preclaras y se presentan ante los focos con su aflicción de todo a cien a soltarnos la cháchara de la lacra, el drama y demás quincallería verbal de ocasión.

Que no, que esto no va de juegos florales para quedar como Dios en los titulares y, de paso, anestesiar las aristas de la conciencia con la falacia de que se ha hecho lo que se ha podido, o sea, hablar, hablar y hablar. Hace decenas de muertes y centenares de cardenales que se debió pasar del dicho a los hechos. Lo de la educación y tal, ¿verdad? ¡Venga ya! Con eso empezamos en los ochenta y el paradójico y aterrador resultado han sido unas generaciones infinitamente más machistas, hay que joderse, que las que mamamos la desigualdad desde la cuna.

¿Qué tal si arrancamos con la protección efectiva de las posibles víctimas? Con escolta a ellos, no a ellas, salvo que lo pidan expresamente, faltaría más. Como, desafortunadamente, ni aun así podremos evitar todas las agresiones, al mismo tiempo debería quedar claro que maltratar o asesinar tiene un precio muy alto. Que se sepa sin lugar a dudas que el que la hace la paga judicial, penal y socialmente. Sin buenrollismos chachipirulis ni complicidades vergonzantes, que ya nos conocemos. Y al final, pero solo ahí, las condenas.

Progremachismo

Todos los 8 de marzo escribo la misma columna. Lo único que cambia es que cada año me siento ante el teclado con una mochila más cargada de pesimismo que el anterior. De ahí al fatalismo hay un paso que no quisiera dar. Decir que no se ha avanzado absolutamente nada en materia de igualdad sería deformar la realidad. Es obvio que no estamos como, pongamos, hace un cuarto de siglo. Pero aparte de que sigue sin ser suficiente y de que hay clamorosos agravios sin tocar, lo que me alarma es ver que algunas de las mínimas conquistas se están empezando a perder. Sin mayor escándalo ni, por lo que percibo, ánimo de recuperarlas. Llamar la atención sobre esos retrocesos, que es el objeto de estas líneas, te convierte en un cansino tocapelotas o, según el equivalente en boga, en un apóstol de lo políticamente correcto. No hay nada peor que eso en la nueva escala social chachiguay que hemos aceptado sin rechistar. A ver si soy capaz de explicar lo que quiero decir con el relato de un episodio personal que aún no he sido capaz de superar.

En un foro de intachable progresía entreverada de rojez, un tipo se descolgó con una gracieta caspurienta que venía a insinuar que hay mujeres que desean con ardor ser forzadas sexualmente, siempre y cuando el violador tenga cierta maña. Cuando, llevado por un resorte, salté para terciar señalando la brutal barbaridad, me encontré en humillante minoría. Una parte de los presentes, incluyendo firmantes de radicales proclamas de género, miró para otro lado. Sin tiempo para sorprenderme por ese silencio pusilánime, me vi acorralado por el resto. La actitud bochornosa era la mía, por ser un tiquismiquis carca que se la coge con papel de fumar y anda por ahí cortando el rollo a los súper-mega-maxi transgresores, con lo salados que son. Lección aprendida: si eres progre reconocido, tienes licencia para soltar regüeldos machirulos. Lo anoto hoy, 8 de marzo.

El sexo de las palabras

Tal vez sea sólo casualidad, pero tiene su aquel que en vísperas del 8 de marzo, cuando se sacan del ropero las mejores intenciones para volver a guardarlas mañana, la Real Academia Española se haya descolgado con un denso informe sobre las guías que recomiendan un uso no sexista de la lengua. Precisamente porque estamos hablando de una materia —el lenguaje— que no es nada inocente, la preposición “sobre” bien podría cambiarse por “contra”. Leída dos veces la tremenda chapa, no me queda la menor duda de que toda su verborrea, ora paternalista, ora erudita, no tenía otra finalidad que dejar clarito que es la tal Academia la que posee el monopolio sobre el modo de expresarse. Y si desde tiempo inmemorial se habla con bigotes y un par de cojones, se hace y punto.

No negaré que algunas de esas guías son, además de contradictorias entre sí, pelín confusas y que en ocasiones pasan por alto que las palabras deben servir, en primer lugar, para comunicarse. Los principios de sencillez y eficacia hacen que no siempre sea posible cumplir al pie de la letra las recomendaciones, por cargadas de razón que estén. Pero si quien escribe o habla se plantea, por lo menos, si existe un término que no dé por hecho que todo el monte es abrótano macho, algo habremos avanzado.

El valor de estos manuales despreciados y/o descalificados por la RAE, aun de los más equivocados, es que nos recuerdan que todavía al diccionario y a los usos sintácticos y gramaticales les sobra testosterona. No me tengo por un talibán del género y lo políticamente correcto me provoca erisipela, pero creo que en el siglo XXI no es de recibo seguir utilizando el sintagma “El Hombre” cuando queremos referirnos a toda la humanidad o, simplemente, a las personas que la componemos. Qué decir de expresiones odiosas como “la mujer del César no sólo debe ser honesta sino parecerlo”. Por esas cuestiones, qué raro, no se preocupa la Academia.

También hoy es un día morado

Daba gloria ayer pasear los ojos por los periódicos, la televisión o las páginas de internet y dejarse acariciar lar orejas por las radios. Qué clamor unánime, qué determinación inquebrantable, qué compromiso sin fisuras para acabar de una vez por todas -¡oh, hallazgo del lenguaje!- con “esta tremenda lacra”. Hoy ya, si te he visto, no me acuerdo del todo, pero qué gustazo, oye, afeitarse la conciencia y volver a sentirla fresca y primaveral, con la candidez de los seis años. Benditos “días de” o ante, bajo, cabe, con, contra. Todas las preposiciones son bienvenidas en el almanaque oficial.

He subido a propósito dos grados la temperatura de la tinta con la que garrapateo estás líneas porque ante la violencia -de género, machista, doméstica, hacia las mujeres; elijan apellido- no sirven los mensajes melífluos. Ni los de salir del paso, ni los detergentes, ni los de quedar muy bien antes de pedir otra de gambas. Es fantástico ponerse un lazo morado o el avatar con el punto del mismo color en Twitter y Facebook. Aplaudo la encomiable intención que hay detrás de esos gestos y, con la venia, pido un poco más. También a mi mismo, ojo.

En la política y en la sociedad

Pido, por ejemplo, que se saque la cuestión del bajo politiqueo, que no se caiga en la rastrera tentación de calcular con qué siglas en el gobierno se matan más o menos mujeres. Doy por hecho, porque si no, pediría el finiquito de este mundo y mi exiliaría en Júpiter, que absolutamente todos los partidos están sinceramente por terminar con esta mascre por entregas. Pues pónganse de acuerdo y legislen en consecuencia, teniendo presente, eso sí, que las leyes son sólo una parte de la solución. No creo que las actuales sean pésimas, y no han conseguido demasiado. Aplicarlas decididamente, con mano firme o mejor, qué narices, con mano dura, es otro paso. Tolerancia cero, pero de verdad, no para la galería o los discursos. Por consenso completo, insisto.

Con eso, aún estaríamos lejos, muy lejos, de dar boleto a algo que está acuertalado en las entrañas de la sociedad desde hace siglos, si no milenios. Y ahí es donde entramos en juego todos los ínfimos átomos que, sumados, conformamos el cuerpo social. No, no sólo tenemos que denunciar los casos flagrantes a nuestro alrededor. Eso va de suyo. Apunto más alto. Debemos señalar y arrinconar a los canallas simpáticos, los manomuertas graciosos, o los aparentemente inofensivos piropeadores en verde chillón. Con el destierro de esas actitudes hoy consentidas habríamos avanzado más de lo que imaginamos.