La más enérgica condena no sirve para nada. Mucho menos, si antes de sumarse al coro que la entona se anduvo enredando con que si en el estribillo era mejor decir repulsa o rechazo, no fuera que no sé quién se diera por concernido. Puñetera manía de convertirlo todo en una pendencia terminológica. Violencia de género, doméstica, machista. ¿De verdad es eso lo importante, el nombre? ¿Alguien cree que el que asesina a una mujer se para a pensar cómo se llama lo que ha hecho o que la víctima tendrá más justicia si lo que le ha ocurrido se enuncia de esta o de aquella forma? Por desgracia, parece que tal idea está instalada en demasiadas mentes, que luego presumen de preclaras y se presentan ante los focos con su aflicción de todo a cien a soltarnos la cháchara de la lacra, el drama y demás quincallería verbal de ocasión.
Que no, que esto no va de juegos florales para quedar como Dios en los titulares y, de paso, anestesiar las aristas de la conciencia con la falacia de que se ha hecho lo que se ha podido, o sea, hablar, hablar y hablar. Hace decenas de muertes y centenares de cardenales que se debió pasar del dicho a los hechos. Lo de la educación y tal, ¿verdad? ¡Venga ya! Con eso empezamos en los ochenta y el paradójico y aterrador resultado han sido unas generaciones infinitamente más machistas, hay que joderse, que las que mamamos la desigualdad desde la cuna.
¿Qué tal si arrancamos con la protección efectiva de las posibles víctimas? Con escolta a ellos, no a ellas, salvo que lo pidan expresamente, faltaría más. Como, desafortunadamente, ni aun así podremos evitar todas las agresiones, al mismo tiempo debería quedar claro que maltratar o asesinar tiene un precio muy alto. Que se sepa sin lugar a dudas que el que la hace la paga judicial, penal y socialmente. Sin buenrollismos chachipirulis ni complicidades vergonzantes, que ya nos conocemos. Y al final, pero solo ahí, las condenas.