A la jerarquía eclesial (no confundir con la Iglesia, que es algo mucho más amplio y rico) le encanta imaginar canteras llenas de piedras de escándalo y disponerlas a modo de barricadas. A un lado se sitúa la realidad y al otro, sus ilustrísimas vestidas para pontificar y, en la misma homilía, envenenar la convivencia. Tanto que dicen saber sobre tentaciones, una y otra vez sucumben a la de tener la última palabra sobre lo que sea e imponerla a sotanazos. No hay debate social en el que no tercien blandiendo la amenaza del infierno para quien ose contradecir su tenebroso magisterio.
Pase, si lo hicieran con argumentos; pero los purpurados no se rebajan a opinar como cualquiera. Lo suyo son verdades reveladas y por tanto, irrefutables para el rebaño que se vanaglorian en pastorear. Y si se les mete en el entrecejo que Dios quiere que nos vayamos de este mundo sufriendo como verracos el día de San Martín, ha de hacerse su voluntad. ¿Muerte digna? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Antes de rendir el último aliento hay que pasar las de Caín en carne propia y, faltaría más, en la de familiares y prójimos en general. Nada como un buen martirio para llegar limpios de pecado a la otra orilla. Arrepentidos los quiere el señor, aunque no se sepa de qué.
Luego, claro, los integristas son los otros. Sin embargo, la oposición de la Conferencia episcopal española al proyecto de ley que pretende hacer más llevadero el inevitable paso de la vida a la muerte no tiene nada que envidiar a las fatuas de los ulemas más cerriles. Por añadidura, roza el sadismo y, desde luego, es ajena a toda esa piedad que se avienta desde los púlpitos. ¿Dónde está el pecado mortal en renunciar al encarnizamiento terapéutico ante un trozo de carne que hace tiempo dejó de ser una persona y que jamás volverá a serlo? ¿En qué parte de las Escrituras dice que lo cristiano es alargar inmisericordemente las agonías? Ni ellos lo saben.