Contraelogio de la Dama

Recuerdo, como hice el día en que Manuel Fraga dejó de respirar, que la muerte no nos convierte en buenas personas si no lo fuimos en vida. Creo, basándome en hechos públicos y notorios, que Margaret Thatcher no lo fue en absoluto. Es más, estoy seguro de que mientras conservó el uso de razón no le dedicó ni medio segundo a tal cuestión. Como demostró largamente, su moral era ciento por ciento utilitarista, la de los fines más perversos que justifican los peores medios sin provocar el menor cargo de conciencia. ¿Un terrorista? Dispáresele a matar sin contemplaciones. ¿Una huelga? Muéranse de hambre todos los que la secundan y que vayan escarmentando en carne ajena aquellos a los que les ronde la idea de sacar la uña del redil.

Es curioso y a la vez ilustrativo que alguien que se ha distinguido por su falta de compasión y humanidad llegue a la condición de icono y tenga un lugar asegurado —que nadie le niega— en la Historia. Sonreí por no llorar cuando, unos minutos después del fallecimiento de la llamada Dama de hierro, Esperanza Aguirre tuiteó: “Margaret Thatcher y Winston Churchill han sido los políticos europeos que más han hecho por la libertad en el siglo XX”. Se referiría, digo yo, a la libertad entendida como la ley del más fuerte o la consagración del hijoputismo social.

Si hoy estamos pasando las de Caín es en muy buena medida por culpa de la doctrina venenosa que espolvorearon a ambos lados del Atlántico Thatcher y Ronald Reagan, el otro gran ídolo de Aguirre. Siguiendo el dictado de la talibanada montaraz de Chicago, ambos abrieron el portón de la bestia o, dicho en términos académicos, desregularon los mercados que habían estado medianamente contenidos desde la Gran Depresión de 1929. Resultado, el que sufrimos y continuaremos sufriendo a saber durante cuánto tiempo. Anótese, pues, en el inmenso y letal debe de la finada. Por lo demás, que descanse en paz… si puede.

Terminar con el chantaje

Es gracioso que los autotitulados liberales de los diferentes linajes (neo, con, neocon, ultra) sigan dando la brasa sobre la intolerable intervención de los gobiernos y/o estados en la economía. Nos daríamos con un canto en la piñata si sólo fuera medio cierto que las administraciones tienen algún pito que tocar en el brutal casino de las finanzas mundiales. Para nuestra desgracia, y como estamos viendo en esos titulares de los que el común de los mortales únicamente captamos su carácter catastrófico sin entender ni jota, el adagio es exactamente al revés: son los mercados los que tienen intervenidos los poderes teóricamente emanados de la voluntad popular. Si alguna vez hubo democracia, ha sido abolida hace tiempo.

De nada sirven las reuniones, cumbres, encuentros o conciliábulos de ministros. Por salvajes que sean los ajustes y recortes que decreten, por gigantescas que sean las inyecciones de pasta que determinen, nunca acabarán de calmar la voracidad de los tiburones de la especulación. Muy al contrario, con cada una de esas medidas están abriendo la puerta a futuros y más despiados chantajes. Satisfechas sus demandas inmediatas, el monstruo va a ir reclamando raciones mayores bajo la amenaza de convertir en erial el país que se le antoje.

¿Hasta cuándo van a estar los gobernantes arrojando paletadas de dinero y cuotas de bienestar a lo que ellos saben perfectamente que es un saco sin fondo? ¿No ha llegado ya el momento de plantarse y hacer frente a los insaciables tahúres, que tienen perfectamente identificados, amén de ubicados geoestacionalmente los despachos desde los que lanzan sus ataques? ¿Por qué esa legislación internacional que permite invadir países etiquetados como gamberros o, si se tercia, dar matarile in situ a enemigos públicos del globo, no es de aplicación para quienes, con apretar una simple tecla pueden condenar a la miseria a poblaciones enteras?