Me encantan las polémicas menores, esas que juntan en comunión a escandalizadores al por mayor y escandalizables de garrafón. La penúltima, la toreada que les ha pegado Arturo Pérez-Reverte —de profesión, sus troleos— a ciento y la madre de mordedores de anzuelos a cuenta de si un famoso cuadro de un celebérrimo pintor no sé qué o no sé cuántos.
Vale, se lo traduzco. Ocurre que el académico, tocanarices y (notable con excepciones) novelista anda promocionando su último seguro best seller, donde el protagonista, un cabrón de marca mayor presentado como tipo fascinante, se planta en París en 1937 para evitar que Picasso muestre el Guernica, en pleno proceso de elaboración, en la Exposición Universal. En su, seguramente, lícito propósito de vender más ejemplares y conseguir unos titulares de aluvión, al autor le ha dado por proclamar que el genio malagueño no pintó la emblemática obra movido por los sentimientos ni la ideología, sino por el dineral que le pagó el gobierno de la República.
Vamos, que ha descubierto la gaseosa. ¿Se puede ofender alguien a estas alturas por haber enunciado algo que, por otra parte, se ha venido diciendo en mil y una ocasión? Pues parece que sí. Han salido en tromba los recauchutadores de virgos históricos a leerle la cartilla al que les ha puesto el trapo. Sostienen sin rubor que está documentadísima la versión opuesta, la del arranque patriótico e idealista, y añaden, como si ellos mismos lo acabasen de descubrir, que no hay nada malo en que los artistas sean remunerados por su trabajo de acuerdo con su valor en el mercado. Y este servidor ni quita ni pone, solo sonríe con maldad.