Reitero que con o sin el contexto a beneficio de obra que ha circulado por ahí, soy incapaz de pillarle el punto a la ya tristemente célebre función que ha llevado injusta y arbitrariamente al trullo a dos titiriteros. En nombre de la tan mentada libertad de expresión, reclamo mi derecho a manifestar una opinión negativa sobre la pieza, incluso en términos de alto octanaje, como fue el caso de la primera columna que le dediqué al asunto. A quienes —es verdad, también en el correcto ejercicio de su libertad de juicio— me han puesto de vuelta y media dialéctica, trato de explicarles humildemente que mi reproche moral a un contenido y a unas formas que me disgustan no implica, bajo ninguna circunstancia, que esté de acuerdo con el atropello a que están siendo sometidos los artistas.
Juraría que lo dejaba claro en el texto anterior, pero ante la avalancha de dudas (muchas de ellas, hijas de prejuicios o de unas anteojeras blindadas, es igual), me subo al taburete, abro la ventana de par en par y proclamo a voz en grito que me parece una aberración inenarrable el encarcelamiento de los cómicos granadinos. Y para denunciarlo, no me hace falta traer de los pelos a Lorca, ni mucho menos, pegarme el moco cultureta de Polichinela, la cachiporra y la tradición ancestral. Lo primero, porque ya está bien de nombrar a Federico en vano, y lo segundo, porque esas martingalas de las costumbres inveteradas son las mismas que sirven para justificar el toro de la Vega o, mirando más cerca, la exclusión de las mujeres de ciertas representaciones festivas. El caso que nos ocupa es tan de cajón que sobra lo demás.