Injusticia, por supuesto

Reitero que con o sin el contexto a beneficio de obra que ha circulado por ahí, soy incapaz de pillarle el punto a la ya tristemente célebre función que ha llevado injusta y arbitrariamente al trullo a dos titiriteros. En nombre de la tan mentada libertad de expresión, reclamo mi derecho a manifestar una opinión negativa sobre la pieza, incluso en términos de alto octanaje, como fue el caso de la primera columna que le dediqué al asunto. A quienes —es verdad, también en el correcto ejercicio de su libertad de juicio— me han puesto de vuelta y media dialéctica, trato de explicarles humildemente que mi reproche moral a un contenido y a unas formas que me disgustan no implica, bajo ninguna circunstancia, que esté de acuerdo con el atropello a que están siendo sometidos los artistas.

Juraría que lo dejaba claro en el texto anterior, pero ante la avalancha de dudas (muchas de ellas, hijas de prejuicios o de unas anteojeras blindadas, es igual), me subo al taburete, abro la ventana de par en par y proclamo a voz en grito que me parece una aberración inenarrable el encarcelamiento de los cómicos granadinos. Y para denunciarlo, no me hace falta traer de los pelos a Lorca, ni mucho menos, pegarme el moco cultureta de Polichinela, la cachiporra y la tradición ancestral. Lo primero, porque ya está bien de nombrar a Federico en vano, y lo segundo, porque esas martingalas de las costumbres inveteradas son las mismas que sirven para justificar el toro de la Vega o, mirando más cerca, la exclusión de las mujeres de ciertas representaciones festivas. El caso que nos ocupa es tan de cajón que sobra lo demás.

Magreos sanfermineros

Cosas de la globalización y las armas de difusión de masiva: fundamos tradiciones de un rato para otro. Si en tiempos de la alpargata y el boca a oreja se necesitaban años para que un comportamiento equis se incorporase al acervo popular, ahora en un par de temporadas cualquier ocurrencia, por estúpida o garrula que sea, puede convertirse en moda y, sin solución de continuidad, en uso y costumbre. Una vez instalado y sacralizado el hábito, vaya usted y pelee contra el espíritu gregario para convencer al rebaño de que ese presunto ritual del que cree ser partícipe no es más que una gañanada.

Los Sanfermines, como tantas otras fiestas, son terreno abonado para la generación de estos ceremoniales bizarros. Habría incluso quien citaría entre ellos su ingrediente más representativo, pero por no liarla, será suficiente mencionar el encierro de la Villavesa, los saltos suicidas desde la fuente de la Navarrería o el de más reciente adquisición, que es el que ha inspirado estas líneas: el magreo multitudinario de pechos femeninos al aire.

Seguramente empezó como anécdota. Muchedumbre, calor, alcohol, desinhibición, jijí, jajá, una cámara captando el instante y el efecto multiplicador de internet, donde es literalmente cierto que dos tetas tiran más que cien carretas, como pueden atestiguar los índices de visionado de las imágenes que muestran carne. La imitación ha hecho el resto en tiempo récord. En las últimas versiones, ya hemos visto cómo las exploraciones corporales han descendido sin freno hacia el sur de la anatomía. Las guías más actualizadas pronto tentarán a los visitantes, mayormente a los de género machirulo, con la posibilidad de tomar parte en estos tocamientos colectivos en un ambiente de sana algarabía y sin temor a las consecuencias.

Llámenme vinagre, Rottenmeyer o trasnochado, pero yo no le encuentro la menor gracia a esta suerte de agresión sexual tumultuosa y pública.