Un asesino en la pancarta

La comparación es tan fácil que provoca rubor recurrir a ella. Seguro que no soy el primero, de hecho, que pide que nos imaginemos que una jacarandosa pancarta de cualquier peña sanferminera rinde tributo a Prenda o al resto de hijos de mala entraña de La Manada. En nombre, ya saben, del espíritu transgresor de la fiesta y, claro, de la libertad de expresión, siempre tan resultona ella, que vale igual para un roto que para un descosido. Por fortuna, ni en sueños colaría. Con toda la razón del mundo, pondríamos el grito en el cielo y los autores del escarnio deberían pasar el resto de sus vidas en Tombuctú trabajando como sexadores de pollos. Ni por un segundo la federación de las agrupaciones festeras se solidarizaría con los autores de semejante oprobio.

¿Por qué, sin embargo, cuando el personaje elevado a la gloria pancartera es un asesino conspicuo sin matices como el tal Patxi Ruiz, no solo no se produce un rechazo visceral, sino que salen en tromba los justificadores del matón y sus cantores de gesta? Por lo mismo que a este humilde escribidor le van caer una vez más de todos los colores. Porque tenemos un pequeñito problema que nos da pavor primero enunciar y luego tratar de resolver: muchos de nuestros congéneres, incluidos políticos de relumbrón, consideran héroes a ciertos criminales.

Magreos sanfermineros

Cosas de la globalización y las armas de difusión de masiva: fundamos tradiciones de un rato para otro. Si en tiempos de la alpargata y el boca a oreja se necesitaban años para que un comportamiento equis se incorporase al acervo popular, ahora en un par de temporadas cualquier ocurrencia, por estúpida o garrula que sea, puede convertirse en moda y, sin solución de continuidad, en uso y costumbre. Una vez instalado y sacralizado el hábito, vaya usted y pelee contra el espíritu gregario para convencer al rebaño de que ese presunto ritual del que cree ser partícipe no es más que una gañanada.

Los Sanfermines, como tantas otras fiestas, son terreno abonado para la generación de estos ceremoniales bizarros. Habría incluso quien citaría entre ellos su ingrediente más representativo, pero por no liarla, será suficiente mencionar el encierro de la Villavesa, los saltos suicidas desde la fuente de la Navarrería o el de más reciente adquisición, que es el que ha inspirado estas líneas: el magreo multitudinario de pechos femeninos al aire.

Seguramente empezó como anécdota. Muchedumbre, calor, alcohol, desinhibición, jijí, jajá, una cámara captando el instante y el efecto multiplicador de internet, donde es literalmente cierto que dos tetas tiran más que cien carretas, como pueden atestiguar los índices de visionado de las imágenes que muestran carne. La imitación ha hecho el resto en tiempo récord. En las últimas versiones, ya hemos visto cómo las exploraciones corporales han descendido sin freno hacia el sur de la anatomía. Las guías más actualizadas pronto tentarán a los visitantes, mayormente a los de género machirulo, con la posibilidad de tomar parte en estos tocamientos colectivos en un ambiente de sana algarabía y sin temor a las consecuencias.

Llámenme vinagre, Rottenmeyer o trasnochado, pero yo no le encuentro la menor gracia a esta suerte de agresión sexual tumultuosa y pública.