Ser Iglesias o no

Para que no haya dudas —aunque las habrá igualmente; conozco a mis clásicos—, empezaré diciendo que las imputaciones que pretende cargarle a Pablo Iglesias el juez García-Castellón suenan un congo a paja mental de su señoría. Díganme si no lo aprecian en este fragmento del auto, cuando el togado califica los hechos como una “consciente y planificada actuación falsaria desplegada por el señor Iglesias con su personación, fingiendo ante la opinión pública y ante su electorado haber sido víctima de un hecho que sabía inexistente, pocas semanas antes de unas elecciones generales”. Ya me contarán cómo carajo se va a probar que lo que movió al líder de Podemos fue hacerse el mártir para rascar votos. Tiene toda la pinta de que este fuego de artificio quedará en humo.

Por lo demás, en el momento procesal actual, Iglesias no es culpable de nada. Ni siquiera presunto culpable. Será el Supremo quien determine si procede imputarlo (o investigarlo, según la jerga nueva). ¿A que el principio es de cajón? Debería, pero ya saben que no. Solo se aplica cuando los pleitos afectan a los intocables. Cualquier otra persona sobre la que se emprende una acción judicial es automáticamente culpable. Es la eterna doble vara. Por cierto, este juez tan malvado es el mismo que instruye el caso Kitchen. Denle una vuelta.

Los presuntos

No hay malhechor que, pillado en delito flagrante y estentóreo, no invoque a grito pelado su derecho a la presunción de inocencia. Algunos lo hacen aún cuchillo en mano y con la ropa perdida de sangre. Otros, los que se dedican al mangoneo de cuello blanco con carné de partido adosado, tienen el cuajo montar el cirio correspondiente a la vista pública de toneladas de evidencias de sus sirlas y desfalcos. Suelen añadir como teatral coletilla que son víctimas de conspiraciones y/o persecuciones políticas. Viene en el manual.

Lo jodido para los que nos dedicamos a contar estas andanzas —periodistas, creo que nos siguen llamando— es que estamos técnica y legalmente obligados a subrayar con fosforito la dichosa condición de “presuntos” de tipos que sabemos a ciencia cierta que no lo son. No tengo, Belcebú me libre, alma de juez, pero cada vez me cuesta más cumplir con esa formalidad y hacer el paripé. Hablo, obviamente, de los casos en los que la culpabilidad es clamorosa. Cuando pueden caber dudas, por pequeñas que sean, soy el primero que las remarca, incluso con insistencia y reiteración. Como su propio nombre indica, el objetivo original de la presunción de inocencia es garantizar que no se cometerá una injusticia sobre quien no ha hecho nada. Al convertir la figura en martingala medio legalista, medio buenrollista, lo único que hemos hecho es pervertirla de modo que en la inmensa mayoría de las ocasiones sirve únicamente de cobertura y burladero —en el sentido más literal de la palabra— para choros y forajidos de la peor calaña. Sentados en el carrito del helado donde les acaban de dar el alto, se descojonan del mundo y no queda otra que morderse la lengua. Pues no. Una cosa es ser garantista y extremar la prudencia para no dar lugar a arbitrariedades y otra, chuparse el dedo. En portugués “presunto” significa “jamón”. En castellano, muchas veces es sinónimo de chorizo. O algo peor.