Los pescadores de río revuelto son insaciables. Recuerdo entre el espanto y la ternura cómo, hace un par de meses, me echaba las manos a la cabeza porque el megawatio/hora se había puesto a doscientos euros. Era el doble de lo alcanzado unas semanas atrás y se nos antojaba una atrocidad. A ver cómo narices somos capaces expresar cuánto nos remueve las entrañas que hoy vayamos a alcanzar los quinientos y pico, y mañana sobrepasará los setecientos. Los mil están a media vuelta de calendario. Por lo visto, la sangre inocente de miles de ucranianos cotiza al alza para los oligopolistas de la energía. Cuanta más se derrame, más fácil lo tendrán para justificar sus sablazos.
Lo más triste, con todo, es la sensación de que asumimos la tropelía como un imponderable. Se diría que aguardamos con la testuz baja que aparezca un jubilado como el heroico valenciano que (medio) metió en cintura a los bancos para que dejaran de chulear a las personas mayores. Claro que quizá esto sería cosa de un gobierno. Máxime, si, como el español, se autotitula progresista y presume de ser el ariete incansable de la justicia social. Sonrío amargamente al imaginar la que estaría liada si ahora mismo durmiera en La Moncloa un presidente del PP. Y cambio directamente al llanto desconsolado al recordar que no hace ni cuatro meses, el jefe de ese ejecutivo prometió que la luz nos costaría menos que en 2018. Lo peor es que quienes siempre juraron saber lo que había que hacer para domesticar a las insaciables eléctricas ahora no pasan del encogimiento de hombros acompañado de las mismas promesas eternamente incumplidas.