Desafección

El Gobierno español tiene un plan para frenar la desafección de la sociedad hacia la llamada clase política, menuda denominación tan reveladora, por cierto. Bueno, en realidad este lo está preparando. Es decir, ha mandado a unos propios con traje, pluma de oro y foto de la familia en la mesa del despacho que le vayan dando una pensada a la cuestión. Luego, si eso, ya se verá qué hacer. O qué no hacer, que suele ser la opción más viable. La cosa es que la vicepresidenta tenga un comodín por si en la rueda de prensa de los viernes se levanta una mano intempestiva a preguntarle qué opina del enésimo barómetro del CIS en que los sufridos ciudadanos echan sapos y culebras sobre sus representantes. La interpelada podrá poner entonces ese mohín de gravedad que cada vez le sale mejor y parafrasear al gran líder, si bien con acento mesetario, que tiene menos gracia: estamos trabajando en ello.

La parte elíptica del mensaje es que el trabajo, si llega a concluirse —esa es otra—, acabará en la misma papelera que los mil códigos de buen gobierno y pamplinas del pelo que se han ido evacuando en los últimos años. De hecho, la elaboración y la difusión con pompa y circunstancia de estos prontuarios de magníficas intenciones no son sino ingredientes de la descomunal engañifa. Palabrería hueca cuya única utilidad es la paradójica: todo lo que se jura que no se va a hacer es, a la hora de la verdad, el catálogo de las fechorías que se perpetran con total impunidad y a la vista pública.

Si es posible a estas alturas restaurar la confianza en los políticos, extremo que dudo, no será mediante planes o declaraciones de buenos propósitos condenados al incumplimiento. Ni siquiera con leyes de Transparencia como esa que sestea en el cajón desde que fuera anunciada por la propia Soraya SS hace un año. Obras son amores. Volveremos a creer cuando nos demuestren que son dignos de crédito. Pero con hechos.

Pilatos en su yacuzzi

Qué gran verdad aventaron los apóstoles del cine de arte y ensayo Bud Spencer y Terence Hill: quien tiene un amigo tiene un tesoro. Y la cosa se pone en Potosí si son varios y están dispuestos a ir al señor fiscal —que tampoco es que sea un enemigo— a decirle que esté tranquilo, que fueron ellos los que prestaron la choja (billete a billete, al parecer) y que ya si eso, harán cuentas cuando toque, que no hay prisa. ¿Qué son, al fin y al cabo, cuatrocientos mil leureles para tipos de las cercanías de Bilbao que, como es sabido, incluyen la Bética y la Penibética? Digo yo, que soy bienpensado de cuna, que el probo titular del Ministerio Público pediría los papeles correspondientes y se aseguraría de que los generosos prestamistas han cotizado a sus respectivas haciendas (o lo harán) por los intereses devengados al tipo medio vigente, que la normativa fiscal no entiende de amistades en materia de créditos. ¿Me ha parecido oír una estentórea carcajada?

Para qué preguntaré. Todo en este novelón ha sido una risotada tras otra para que terminemos de comprender que, cuando tienes dónde agarrarte o a quién, lo legal se fuma un puro con lo moral y se atreve incluso a darle cuatro collejas. Y de propina, a montar el numerito victimista del linchamiento y el vía crucis. Como Camps, como Fabra el de las gafas oscuras que le permiten adivinar los números de la lotería, como tantos Houdinis que pasan del marrón al blanco impoluto en un santiamén judicioso… aunque no dejan de oler.

Allá cada cual con su cuajo. Ellos saben que sabemos y nosotros sabemos que saben que sabemos. Es triste que un galimatías como el que acabo de escribir sea lo único que nos quede como consuelo después de haber visto otra vez a Pilatos sumergirse en el yacuzzi. Pero hace ya mucho que la pocilga no da más de sí. Los que retozan en ella les recordarán mañana que hay que acabar con el fraude fiscal. De algunos, claro.