10 años del euro

Con la tabarra que suelen traer las efemérides redondas, es muy significativo que los diez años que cumplió anteayer el euro hayan pasado casi de puntillas para los telediarios, los periódicos y no digamos las instancias oficiales que tanta brasa dieron cuando nos pegaron lo que cada vez está más claro que fue un cambiazo. Nos juraban entonces que la zozobra que supuso la aclimatación —estuvimos tres o cuatro años sin saber realmente cuánto cobrábamos y cuánto pagábamos— sería recompensado con creces gracias a las ventajas sin cuento de la nueva moneda. Hoy por hoy, la única que soy capaz de citar es la posibilidad de comerme un cruasán en Baiona sin pasar por el banco a cambiar pesetas por francos.

Todo lo demás ha sido un sablazo tras otro, una sucesión de bocados a nuestros bolsillos que, para más recochineo, han pretendido negarnos a la cara mediante esa engañifa llamada IPC. Aunque vayamos perdiendo neuronas, aún recordamos lo que nos costaba un café hace una década y, como manejamos las cuatro reglas básicas, sabemos que era menos de la mitad de lo que nos cuesta ahora. Hacer la misma comparación con el pan, la gasolina, una entrada de cine o unos zapatos puede sumirnos en una melancolía que se transformará en depresión profunda al comprobar que los sueldos no han escalado ni de coña al mismo ritmo.

Lo tremendo es que cualquiera podría haber previsto el desenlace. No hacía falta tener media docena de másters en economía para intuir que, por muy bonita que fuera la idea, era una barbaridad forzar a utilizar la misma moneda en doce estados (ahora son 17) con niveles de vida brutalmente diferentes. Todas las voces que se alzaron para alertar de ello fueron acalladas con el socorrido argumento de que en estas cuestiones sólo deben opinar los que saben del asunto. Es gracioso que buena parte de esos que tanto sabían ahora están estudiando cómo narices dar marcha atrás.

¿A quién le importa?

Planazo para la noche de un viernes que, de propina, unía un megapuente con el fin de semana: hablar de la cumbre que dejó al continente nuevamente aislado de Gran Bretaña. Lo hicimos en Gabon de Onda Vasca durante casi una hora. Los cuatro contertulios y el simulacro de moderador nos habíamos empollado la materia aplicadamente, subrayando con fosforitos multicolores nombres, países y propuestas y haciendo esquemas nemotécnicos sobre lo que podría ocurrir o dejar de ocurrir en el futuro, que es ya mismo. El resultado fue un animado debate… que seguramente se perdió en el espectro radioeléctrico sin llegar a su pretendido destino. Estoy convencido de que hasta para nuestros oyentes más militantes resultamos algo parecido a un zumbido de fondo.

Mal de muchos, epidemia, sospecho que no fuimos los únicos que hicimos nuestros ejercicios en el alambre para la nada. Sumando todas las tertulias de radio y televisión y las decenas de páginas de periódicos digitales o de papel dedicadas al asunto, es probable que no rozásemos siquiera el interés que despierta la transmisión de un Ponferradina-Alcoyano de treintaydosavos de final de la Copa. No nos engañemos: sólo un puñado de samurais muy pero que muy cafeteros presta ojos u oídos a este tipo de huesos informativos.

Al primer bote y por aquello de los dos mil años de judeocristianismo mamados, uno tiende a echarse la culpa de la prédica en el desierto. Claro, cuando la gente tiene tantas cosas estimulantes en las que ocupar su tiempo, a quién se le ocurre venir a joder la marrana con Merkel, Sarkozy, Cameron, la armonización fiscal de la eurozona, o la exigencia de topes de déficit. Eso es para cuatro listos que saben de qué va la mandanga. Saco la bandera blanca y lo acepto. Ahora, sería más maduro no escuchar quejas cuando nos suban el IVA al 21 por ciento, nos quiten media paga de julio o reduzcan un tercio la cobertura del desempleo.

Pleito de vecindad

En un empeño inútil, siempre he tratado de mantener a raya mi euroescepticismo congénito chutándome dosis del entusiasmo que les sobraba a muchos de mis bienintencionados amigos que sostienen ardorosamente que el conglomerado continental es nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida como pueblo. Son muy buena gente, con la cabeza perfectamente amueblada y argumentos que lucen sólidos. Como es de cajón, son abertzales desde el meñique del pie izquierdo a la coronilla. Esta es la primera vez que me atrevo a decirles -jamás lo he hecho en privado- que me consta que sólo se envuelven en la bandera azul con estrellitas para taparse el fierro rojigualdo que, velis nolis, llevamos marcado. Soñándose europeos evitan recordar que a todos los efectos siguen siendo españoles.

Tal vez haya llegado la hora de revisar esa fantasía voluntarista. El trato a los arrantzales, la política agraria común que se pasa por el forro a los baserritarras o la bendición de la ilegalización de Batasuna nos podían haber servido como pista y enseñanza. Para las sacrosantas instituciones europeas, este trocito del mapa es tan España como Vitigudino. Y, como prueba del nueve definitiva, la sentencia contra las llamadas minivacaciones fiscales, que el Tribunal de Luxemburgo ha ventilado talmente como si fuera un pleito de vecindad. Entre españoles, por supuesto.

Siendo grave, lo de menos es el pastón que habremos de pagar en este tiempo de estrecheces. Peor es la lección -más bien, el escarmiento- que se nos ha querido dar. Ahora ya sabemos que esa autonomía fiscal que nos enorgullecía y que, bien utilizada, nos ha servido para capear temporales, es pólvora mojada. Cualquier prójimo tiñoso y querulante -y estamos rodeados de ellos- tardará en un padrenuestro en irse con el cuento al señorito europeo cuando vea que a nuestro lado de la linde los tomates crecen con más lustre. Y se saldrá siempre con la suya.