Sí, ¿pero cómo lo evitamos?

Novecientos muertos en el Mediterráneo. Cómo no participar de la congoja y del espanto. Por un ratito, aunque sea, hasta que empiece el partido de nuestro de equipo o venga el camarero con los entrantes. Lo difícil, para mi absolutamente imposible, es distinguir los sentimientos genuinos —y me incluyo— en la torrentera de golpes de pecho. Debo de ser un mal tipo, porque buena parte de los lamentos de las últimas horas me parecen parte de una coreografía o de un concurso de ocurrencias lastimeras o recriminatorias. Son tan plásticas, tan fotogénicas, las catástrofes ajenas… Se prestan tanto al engolfamiento estético, que se diría que, en realidad, ocurren para que ese artista-protesta que casi todos llevamos dentro pueda dar lo mejor de sí mismo. No ya a coste cero, sino además, sacando como rédito un toque de chapa y pintura para la conciencia y un ensanchamiento de ego. Cómo molan las dos docenas de retuits a tus incisivas y rechulas frases de denuncia. Y si van con foto, ni te cuento.

Me repugna, como a cualquiera, la hipocresía de los gerifaltes de la Unión Europea que andan convocando reuniones urgentísimas para no arreglar nada y soltando discursos plañideros tan babosos como faltos de crédito. Me sumo a los que se acuerdan de sus muelas y hago mía la peor de las invectivas que se les haya dirigido. Pero un segundo después pregunto absolutamente en serio y sabiendo a lo que me expongo cuál es el modo de que no vuelva a ocurrir. No hablo de grandes y nobles palabras de cuatro céntimos ni de cagüentales estentóreos, sino de las actuaciones concretas que se deben acometer. Yo lo desconozco.

Grecia, patria querida

A ver cómo contamos en Twitter, esa gran corrala, que en las elecciones griegas del día 25 solo podrán votar las ciudadanas y los ciudadanos del país heleno. Menudo bajón para el ejército de insurgentes empijamados que se han tomado los comicios como un ensayo general de lo que habrá de venir por aquí —eso se vaticina— antes de que finiquite este año de prodigios que apenas hemos estrenado. Si en el fondo no hubiera un grandioso drama, sería para descogorciarse de la risa la brutal exhibición de cuñadismo hispanistaní que se desató en cuanto se anunció el adelanto electoral.

Como gracia menor, la infantil disputa entre las formaciones de izquierda o asimiladas sobre a cuál le corresponde el honor de ser la versión local de Syriza. Al final, empate múltiple, porque el vivo Tsipras tiene fotos con un amplio surtido de pegatinas y en variedad de compañías. Pero la verdadera enjundia está en el atrevimiento con el que a cuatro mil kilómetros de distancia los sabios analistas cañís aleccionan a los griegos sobre lo que deben votar. Lo entretenido es que, al mismo tiempo que practican esa suerte de inútil proselitismo —nadie les va a hacer ni puto caso—, echan las muelas ante idéntica actitud, solo que a la inversa, por parte de la derechuna, el FMI y la señorita Rotten-Merkel.

Por supuesto que está muy feo sacar la cacharrería chantajista y amenazar con el sinnúmero de plagas que llevaría adosada la victoria de la coalición radical. Sin embargo, no está demás recordar que la decisión última está en manos de quienes deberán padecer o disfrutar las consecuencias de lo que voten. Los demás, chitón.

Parecida repugnancia

Perdonen la comparación un tanto frívola, pero en la cuestión de Ucrania me ocurre como con la final de la Champions de este año: no voy con ninguno. Ni siquiera me sirve el mal menor. Aquí no caben los decimales. Tengo motivos similares —no diré exactamente iguales— para deplorar de los grandes bandos que nos imponen, e incluso intuyo que, como suele suceder en la inmensa mayoría de los conflictos, hay posturas intermedias que ni llegamos a conocer. Pero no, el maldito pensamiento binario, que es un refugio de perezosos, bravucones y maestros Ciruela, impone la alineación obligatoria. Ni siquiera es necesario que la adhesión sea por acción. Es corriente que sea por omisión: quien no está con nosotros está contra nosotros y sanseacabó. Y los tales nosotros estamos a tres mil kilómetros de los disparos.

¿Cómo explicar que no son excluyentes las repugnancias que me provocan los fascistas del Maidán y los matasietes prorrusos? Y lo mismo, respecto a los valedores de estos y aquellos en la pinche comunidad internacional. Ahí sí que el calco es perfecto. Los intereses de la UE y Estados Unidos por un lado y los de la madrastra Rusia por otro son de una bastardez pareja. Es de miccionar y no echar gota que para mostrar rechazo a los mangarranes de la troika y al tío Sam haya que cantarle loas al genocida probado Vladimir Putin. Bien es cierto que esto último revela la tendencia al postureo malote de esa seudoizquierda —no hablo de toda, líbreme Marx— que a estas alturas de la liga sigue creyendo que al otro lado del muro residían la libertad, la igualdad, la fraternidad y una prima del pueblo.

Suiza echa el cierre

Gran puñetazo en el plexo solar de los que cantamos las mañanitas de la democracia participativa. Suiza, esa Ítaca de las consultas donde un fin de semana se pregunta a los ciudadanos si se debe prohibir fumar en los restaurantes y al siguiente si quieren ampliar sus vacaciones quince días, acaba de aprobar en el referéndum número ene la limitación de entrada de inmigrantes. ¿De los subsaharianos, asiáticos o latinoamericanos? Qué va, esos ya estaban descartados de saque y sin mayor escándalo ni rasgado de vestiduras de la megaprogresía ortopensante. Ahora los que sobran, según el sabio pueblo helvético, son sus vecinos de la Unión Europea. Por descontado, rumanos, búlgaros y españoles, pero también —un momento, que me estoy aguantando la risa— franceses, belgas, holandeses… ¡y alemanes!

Si quieren buscar una atenuante, anoten que ha sido por una mayoría exigua. Los favorables a imponer cupos han ganado por apenas 19.500 votos, o lo que es lo mismo, por seis décimas. Pero el resultado vale exactamente igual: al carajo con la libre circulación que, según perciben más de la mitad de los compatriotas de Heidi, suponía una amenaza para la convivencia pacífica. Todo esto, en un paraíso con apenas un 3 por ciento de paro, donde se está estudiando implantar un salario mínimo de 3.300 euros mensuales y una renta básica universal de 2.000.

Lo definitivamente desconcertante de lo ocurrido es que, según las propias autoridades, los flujos migratorios actuales no solo no perjudican tal nivelazo de vida, sino que ayudan a mantenerlo. Quienes votaron lo sabían y también eran conscientes de que la respuesta de la UE sería cerrar la puerta al comercio de productos suizos. ¿Y entonces? Extraigan ustedes las conclusiones correspondientes y, si aún les quedan neuronas y moral, traten de imaginar qué ocurriría en nuestro entorno si somos convocados a un referéndum de características similares. Glups.

Votantes europeos

Angela Merkel no gana: tritura, aplasta, vapulea. Tercer mandato con tres millones de votos más que en las últimas elecciones. No parece que las papeletas le cayeran del cielo ni que fueran fruto de una trapisonda. Los alemanes, que cumplen el tópico de la precisión hasta para ir a las urnas —participación del 73%— le han otorgado su confianza en masa. A mi tampoco me hace el hombre más feliz del mundo, pero eso es así y seguramente atenderá a alguna razón. Otra cosa es que dé mucho miedo aventurarse en los porqués. ¿Y si de golpe y porrazo descubriéramos que, contra lo que sostienen ciertos discursos con mucho predicamento mediático, la mayoría de los ciudadanos de este pastiche de estados llamado Unión Europea no ve con tan malos ojos el recortazo y tentetieso?

Lo propongo como (incómoda) hipótesis de trabajo, sin siquiera alcanzar a ver las consecuencias de que resultara cierta. Hasta ahora nos habíamos construido una tramoya argumental según la que unos poderosos malísimos (emporios, multinacionales, gobiernos) decidían crueles políticas que segaban el presunto bienestar a su paso y condenaban a una vida cabrona a millones de personas. Pero empiezo a intuir que al simplificar los hechos así, omitimos un dato fundamental: los ejecutores de las tremebundas decisiones cuentan en cada uno de sus países con el respaldo de los ciudadanos. Están ahí porque ganaron unas elecciones.

Se me podrá decir que existen matices importantes, como que hay una veintena de gobiernos europeos que han caído, en teoría, por haberse cebado con la austeridad. Siendo eso verdad, también lo es que los gabinetes que los han sustituido llevaban en bandolera las mismas o peores recetas. Ni en la arrasada Grecia, donde aparentemente no habría mucho que perder, ha conseguido imponerse la supuesta alternativa radical. ¿Será que, en el fondo, los votantes europeos son (somos) más conservadores de lo que se presume?

En sus manos

Qué tiempos aquellos en los que, por lo menos, el despotismo era ilustrado. Ahora, ni eso. Los que manejan nuestra barca son una panda de bodoques en los que es imposible distinguir si la ignorancia es más dañina que su maldad o viceversa. Seguramente ambas se complementan y se retroalimentan en una dupla mortal de necesidad. Lo tremendo es que se van superando en lo uno y en lo otro, como acaba de quedar certificado con el inmenso cagarro teórico-práctico evacuado para parchear el pufo chipriota.

Oiga, joven, un respeto, que está usted hablando de personas que le sacan dos y tres ceros en la nómina, por no mencionar los doctorados, másteres y postgrados… Precisamente por ahí va el drama. Cuando el sábado pasado nos desayunamos con el sapo del corralito que habían parido la madrugada anterior todos estos tipos con tantos títulos, hasta los que tienen el Marca como única lectura fueron capaces de imaginarse las consecuencias. Sin necesidad de recurrir a Krugman ni a Stiglitz, cualquiera con medio dedo de frente se olió el pan hecho con unas hostias. Para tapar un agujero de 10.000 cochinos millones de euros —calderilla en relación a las cantidades que se manejan habitualmente—, se corría el riesgo de palmar cincuenta veces más en el resto de la malhadada unión monetaria. Un padrastro en el dedo meñique del pie europeo amenazaba, joder con el efecto-contagio, con acelerar aun más el cáncer galopante de los órganos que acumulan años de castigo, léase España, Italia, Irlanda, Portugal, Grecia y quién sabe cuántos más.

Ni se les pasó por la cabeza a los genios de la lámpara que asistir al robo a los ciudadanos de Chipre podría provocar en el resto de estados una estampida para sacar de los bancos los últimos cuartos y ponerlos a buen recaudo bajo el colchón. 48 horas y varios destrozos irreparables después, la rectificación. Y si tampoco funciona, pues ya se verá. En estas manos estamos.

Démonos por…

Les sigo haciendo la lista de mis desconfianzas. La de ayer, esa España económica que igual que la política no ha completado la transición desde el franquismo, era de manual. Tal vez les resulte más sorprendente la que me ocupará en las próximas líneas. Más que nada, porque, necesitados de creer en Dios o, aunque sea, el ratoncito Pérez, hay muchos que pronuncian el nombre de Europa como si fuera un conjuro que nos librará del descalabro cuando estemos a un milímetro del precipicio. Sin embargo, si atendiéramos a los hechos y no a la desesperación, tendríamos la certeza de que lo que llevan en la mano los presuntos salvadores es una puntilla.

Europa —o para ser más exactos, la Unión Europea— es una de esas fantásticas teorías que se estrellan en cuanto emprenden el camino del dicho al hecho. No niego que a los padres fundadores les guiaran las más nobles intenciones. Ni siquiera que con viento a favor y fondos de pasta fresquita para repartir, la cosa haya sido capaz de tirar mal que bien. Pero en cuanto han empezado a pintar bastos, ha quedado claro que no es nada fácil marcarse un mecano con 27 piezas que son cada una de su padre y de su madre. Lo que alguien soñó como un sublime ejercicio de natación sincronizada se ha convertido en un naufragio apelotonado donde impera el sálvese quien pueda. Tarde han caído algunos en la cuenta de que tal vez no se debió invitar al ejercicio a quien no sabía nadar.

Cabría un atisbo de esperanza si los que llevan el silbato y los galones no fueran una panda de maulas que han ganado su cargo en una subasta de intereses cruzados. Tal vez ustedes no tengan ese vicio, pero como a mi no me queda más remedio, dedico buena parte de mi jornada laboral a leer y escuchar lo que dicen Durao Barroso, Van Rompuy, Olie Rehn o Mario Draghi. Un día es arre, otro es so y media hora más tarde, una mezcla de lo uno y de lo otro. Démonos por… ya saben.