Tarde y regular llegó el primer reconocimiento institucional a la víctimas de la violencia ejercida por el Estado directamente o a través de mercenario o facha interpuesto. Supongo que toca felicitarse por ello —ya he escrito alguna vez que nuestro sino es celebrar lo obvio—, pero como no soy un cándido y el cinismo lo reservo para otros asuntos, no puedo dejar sin señalar, siquiera, un pero. Me habría encantado que hubiera estado impulsado por una convicción auténtica y no por un frío y desvergonzado cálculo de posibles beneficios. Que no nos vengan con la milonga de que la sociedad no estaba preparada, porque ese parcial lo tenemos aprobado hace un buen rato. En todo caso, son los políticos oportunistas los que tienen la asignatura pendiente, simplemente porque no les ha interesado o les ha dado canguelo presentarse a ese examen. Incluyo en el lote a los gobiernos anteriores y a los que hasta hace tres minutos eran ciegos, sordos y mudos ante la violencia de ETA, que también han tenido mucho que ver en este retraso.
Y una vez que me he ganado antipatías de amplio espectro, me centro en lo sustantivo y le pongo nombre propio: Inés Núñez, que cerró el acto con un emocionado y emocionante testimonio. En mayo de 1977, su padre, Francisco Javier Núñez, fue brutalmente golpeado por antidisturbios de la policía nacional. Cuando, 48 horas más tarde, se disponía a denunciar la paliza ante el juzgado, lo interceptaron unos tipos que le obligaron a beber una botella de coñac y otra de aceite de ricino, mientras seguían moliéndolo a palos. Tras una terrible agonía de varios días, murió con el hígado reventado. ¿Queda en este o en cualquier país alguien con las pelotas lo suficientemente grandes como para negarle ¡35 años después! la condición de víctima? ¿Quién se atreve, desde el monopolio del dolor, a darle a Inés lecciones sobre el sufrimiento y el olvido? Por desgracia, más de uno.