Me emociona comprobar la honradez inquebrantable de mis congéneres. La teórica, claro, la que se manifiesta en condiciones de laboratorio, en un vacío moral donde la integridad no corre el menor riesgo. En esas circunstancias completamente ajenas a la posibilidad de realización práctica, resulta que 99 de cada 100 mortales consultados aseguran que jamás aceptarían una tarjeta de crédito de la que tirar a discreción sin que el saldo de la cuenta propia disminuya ni un céntimo. Algunos hasta se ofenden por la duda, y la mayoría se descuelga con una filípica morrocotuda sobre la falta de principios y valores. La lanzan con tanta vehemencia que se queda uno avergonzado para sus adentros, pensando que ni con aceite hirviendo confesará que es la excepción de la centena, aunque ahora que caigo, me acabo de delatar ante ustedes.
Caray, no me miren así. No estoy diciendo que me tiraría en plancha a coger el plastiquito mágico. Solo que le daría un par de vueltas al asunto. Lo más probable es que al final pediría que apartaran de mi ese cáliz. Llevado por algún leve prejuicio ético, sí, pero más que nada —y aquí quizá vuelva a decepcionarles—, por miedo a que me pillasen, que es el mismo motivo que me impide mangar un libro en El Corte Inglés o colarme en el metro.
Júzguenme tan duramente como crean conveniente, pero no sin haber hecho antes su propio examen de conciencia al respecto. A sus pies, si salen del envite con buena nota. Y después, dediquen un tiempo a reflexionar sobre cómo es posible que, siendo los campeones de la virtud, surja a nuestro alrededor semejante cantidad de ladrones sin escrúpulos.