Contra el olvido

Con el rostro pétreo de costumbre, Javier Maroto hace un birlibirloque de unas viejas palabras de Xabier Arzalluz y termina recetando inyecciones de olvido a las víctimas del 3 de marzo. Su consejo, pasar página. La náusea es inmediata. Y con ella vienen la indignación, el dolor, la incredulidad y la sospecha —una vez más— de que el exalcalde de Gasteiz no tiene corazón.

Sé que es duro lo que acabo de escribir, probablemente mucho más que cualquiera de las mil y una invectivas que le he lanzado a lo largo de los años. Sin embargo, no se me ocurre otro modo de referirme a alguien que sale sin ambages en defensa de los oscuros verdugos ideológicamente no lejanos que provocaron la matanza. Después de cuarenta años de negación, de justificación, de ninguneo, de inconmensurable agravio comparativo, un individuo en calidad de portavoz municipal de su grupo político se permite abogar por la amnesia voluntaria. No cuesta demasiado imaginar lo que —¡con toda la razón del mundo!— diría Maroto frente a quien propusiera echar tierra sobre los asesinatos y las extorsiones de ETA.

Y este es el punto en que las presentes líneas se vuelven reversibles. No, no, y un millón de veces no a cualquier forma de cierre en falso. Dos millones si se tratan, de acuerdo a la costumbre, de desmemorias selectivas, es decir, sectarias. Vale ya de esa trampa inmoral que consiste en exigir que se llegue hasta el fondo de estas responsabilidades mientras se demanda el pelillos a la mar para aquellas. Si de verdad pensamos que todo el sufrimiento es uno —por desgracia, me temo que no es así— deberíamos conjurarnos contra el olvido.

Amnistía, amnesia

La palabra amnistía tiene el mismo origen etimológico que amnesia. Conviene señalarlo, porque para unas afrentas nos subimos sin dudar a la parra de la memoria y para otras, reclamamos el olvido tan ricamente.

—Ya, pero en 1977 hubo una.

En efecto, manifiestamente mejorable, promulgada a regañadientes. Y lo fundamental: no se trataba de echar tierra sobre unos delitos que en muy buena parte no eran tales sino, en curiosa paradoja, de perdonar las fechorías que quienes habían detenido, torturado y encarcelado a los que recuperaron una libertad que no debieron haber perdido nunca. La cosa es que a los verdaderos delincuentes les salió bien la jugada. Aunque no se llamó así, esa ley fue de punto final y de pelillos a la mar para la dictadura, según han podido comprobar todos los que han intentado que se investiguen judicialmente los crímenes del franquismo.

—Tal vez, tal vez… Sin embargo, unos años después se dejó ir sin gran escándalo a los polimilis

Escándalo, lo hubo y considerable, con ruido de sables y todo. Ahí están las hemerotecas. Otra cosa es que se haya impuesto la versión oficial edulcorada en sucesivas reescrituras. Por lo demás, no hay demasiados puntos de comparación con la situación actual. Ojalá los hubiera y pudiéramos ver una escena como aquella de las capuchas que daban paso a los rostros descubiertos de hombres y mujeres que habían decidido que hasta ahí habían llegado. Y no digo nada ya sobre lo que sería una declaración basada en una reflexión personal y colectiva que no buscara refugio en los ambages ni resultara sospechosa de tactismo o de haber sido arrancada a empellones. Con la dignidad precisa para que no sonara a humillación pero en el tono exacto que no diera a entender ni por asomo que matar estuvo bien o, en su caso, que fue un mal necesario.

—¿Y si algo parecido volviera a ocurrir?

No lo puedo aventurar, pero amnistía seguiría siendo sinónimo de amnesia.