Menos discursos, más hechos

En vano me hice la promesa de pasar por alto que ayer el calendario de postureos oficiales señalaba el día internacional de la eliminación de la violencia contra lo mujer. Si me siguen desde hace un tiempo, sabrán la mala gaita que me provocan estas fechas empedradas, como el infierno, de buenas intenciones, que acaban siendo pasarelas de lucimiento para hipócritas desorejados, chachipirulis de diversa índole y compartidores compulsivos de nobles causas. Sí, de acuerdo, también para expresiones sinceras de denuncia, pero yo esas las prefiero cuando no se reducen a las 24 horas reglamentarias. Y por supuesto, cuando trascienden la palabrería y pasan a ser hechos contantes y sonantes.

De nada me sirven los maravillosos discursos ni los chisposos eslóganes con que nos bañaron ayer, si no van acompañados de actitudes. Ese es el gran problema: contra la violencia machista se habla mucho pero no se hace casi nada. Hemos preferido instalarnos en el pensamiento mágico que atribuye a las palabras facultades que no tienen. Pues no, ya pueden repetirse un millón de veces y en tono encendido expresiones como lacra, educación en valores o —las que más me estomagan— empoderamiento y heteropatriarcado, que las agresiones no descenderán ni media gota.

¿Y cómo, entonces? Empecemos, sin complejos, por la persecución de los maltratadores, asegurándanos de que pagan —sí, ese es el verbo— lo que han hecho. Eso toca a los que mandan, pero los demás también podemos mostrarnos radicalmente intolerantes hacia toda muestra de sometimiento machirulo que contemplemos. Toda es toda. No nos ciegue lo políticamente correcto.

Libertad de prensa

El calendario oficial, que es una versión exagerada del zaragozano, dice que hoy toca elevar nuestras preces por la libertad de prensa. No dejen que les confundan haciéndoles creer que es otra jornada para que los periodistas nos miremos el ombligo o la agarremos llorona. La cosa les incumbe también —diría incluso que especialmente— a ustedes, que son los destinatarios de nuestros ejercicios en el alambre. Supongo que preferirán que los chupitos de información u opinión que les servimos desde este lado de la barra no estén rebajados o, peor todavía, adulterados. Si es así, esta también es su batalla.

Calma, no les estoy pidiendo que se pongan el uniforme de camuflaje y se vengan a las trincheras. De hecho, si lo hicieran, comprobarían que están vacías. A buena parte de los plumillas de este trozo del mundo —lo que viene siendo Occidente palmo arriba o abajo— es más fácil pillarnos en la máquina de café despotricando contra lo mal que está todo que localizarnos en cualquier sitio donde se esté peleando de verdad. Tendría gracia que lectores, oyentes o espectadores nos sacaran las castañas del fuego. No; bastará con que mantengan una actitud vigilante y crítica sobre los materiales que les despachamos. Pero sin subirse a la parra, claro. No nos exijan más heroísmo que a cualquier otro profesional de lo que sea. ¿Acaso quien atiende la ventanilla en un banco es co-responsable de los desahucios que ejecuta la entidad? Hagan el paralelismo correspondiente con nuestro oficio de tinieblas y saquen sus propias conclusiones.

La mía, por si les sirve de algo, es que pertenezco a un gremio con parecida proporción de buena y mala gente que los demás. Aunque el estereotipo romántico que nos persigue nos atribuye la capacidad para mover montañas a favor o en contra, lo cierto es que vamos que chutamos si de vez en cuando cambiamos de sitio una piedrecita. ¿Libertad de prensa? ¿Dónde? ¿Cuándo?