Cuando prohibir funciona

Los fumadores tenemos un mal pronto, pero a la larga y aunque sea echando cagüentales, acabamos desfilando por la vereda que nos señalan. O para ser más exactos, retirándonos de los andurriales que ahumábamos a discreción y sin mayor cargo de conciencia. Aquí donde me leen, yo le he dado al trujas en el difunto cine Fantasio de Barakaldo, en el tren de color chicle de menta que nos bajaba al instituto de Erandio, en los pasillos y las aulas de la facultad de periodismo de Leioa, en alguna que otra iglesia o, por no hacer más larga la lista, en el ambulatorio (entonces, solo consultorio) de Astrabudua, mientras esperaba que me llamara un médico que tenía un cenicero sobre la mesa. En ninguno de los casos se trataba de actos de rebeldía o extravagancia juvenil. Simplemente, era lo normal, actitudes que no causaban escándalo ni extrañeza, y que solo deponíamos con magnanimidad ante la presencia de un asmático que nos lo pedía por favor.

Cuando alguien de arriba cayó en la cuenta de que eso no tenía medio pase, el primer intento por cambiar las cosas fue a buenas. En los lugares mencionados comenzaron a aparecer simpáticos y educados carteles rogando que no se fumara. Puesto que eso no funcionó, se optó por la prohibición, que acabó revelándose como santo remedio y por eso mismo fue extendiéndose a otros espacios donde parecía imposible erradicar las chimeneas humanas, como los centros de trabajo o, en el más difícil todavía, los bares. Ahora el proyecto de ley de adicciones del Gobierno Vasco veta el tabaco en campos de fútbol y txokos. No faltarán bufidos, pero, como a todo, nos acostumbraremos.

NOTA: Conste que aunque me defino como fumador y seguiré haciéndolo, llevo más de un mes sin echarme un pitillo a los labios.

La absurda guerra del tabaco

Por fortuna, el ser humano es un animal de costumbres con una capacidad de adaptación infinitamente mayor de lo que presuponemos. El mismo mecanismo que ha hecho que creamos que llevamos toda la vida utilizando el teléfono móvil o pagando con una tarjetita de plástico hará que dentro de nada sólo recordemos vagamente que hubo un día en que se podía fumar en bares y restaurantes. La prueba es que hoy nos parece que fue en el pleistoceno cuando podíamos hacerlo en el transporte público o, incluso, en la consulta del médico, que perfectamente podía estar atendiéndonos con un Ducados entre los dedos. Todavía es pronto, claro, porque están todo el día las cámaras al acecho de las chimeneas andantes que la emprenden a golpes, hosteleros que buscan su cuarto de hora de fama y reportando al minuto el número de denuncias contra los infractores de la ley. En cuanto desaparezca el foco mediático, las aguas se situarán en su cauce.

Fumador compulsivo y nada orgulloso de serlo, tengo ganas de que llegue ese momento. Me siento desplazado y sin bando en esta guerra absurda y artificial que se está librando a beneficio de titulares llamativos y minutos de relleno en las tertulias. Ya escribí aquí que el único pero que le encuentro a la discutida nueva norma es que sus mentores sean los mismos -gobierno, estado- que han convertido en chollo recaudatorio lo que dicen querer combatir. No es pequeña la objeción, pero no creo que deba mezclarse con la absoluta lógica de casi todas las medidas que entraron en vigor el domingo pasado. Firmaría donde fuese para que todas las leyes que apruebe este o cualquier gobierno fueran igual de razonables.

Sin humo… y sin revanchas

Me chirriaban antes y me chirrían ahora aun más los contraargumentos de la parte que se siente perseguida y acorralada. Admito para quien así lo perciba -yo mismo hasta hace unos años- que fumar sea un placer, pero no puedo aceptar que sea un derecho. Y si lo fuera, debería palidecer ante el que tienen los no adictos a la nicotina a no asfixiarse con el mal humo ajeno. Viviré en carne propia la incomodidad de tomarme el café apremiado por la urgencia de una dosis de veneno, pero no se me ocurrirá sentirme víctima de un estado mutilador de libertades. No por eso, desde luego.

Sería muy conveniente también que el frente antitabaco no se dejase llevar por la tentación revanchista. Sobran las sonrisitas socarronas, los comentario jocosos, y no digamos el afán delatorio que les ha entrado a algunos de repente. Ya tienen lo que querían. Debería bastarles.

Tribulaciones de un fumador

Gran alarde de imaginación del Gobierno español para achicar con vasos de chupito el océano deficitario que conduce al temido rescate: subamos el impuesto sobre el tabaco. Dicho y hecho. Aunque en el primer anuncio habían amagado una moratoria hasta el inminente cambio de calendario, el nuevo sablazo se aprobó el funesto viernes 3 de diciembre, de matute junto al Decreto Ley que puso malitos de acostarse a los mártires de las torres de control aeroportuarias. Como los yonkis del trujas no tenemos la capacidad de paralizar nada que no sean nuestros pulmones o, un mal día, nuestras alquitranadas arterias, nos quedamos incluso sin la pírrica victoria de haber protagonizado los titulares del día siguiente. Un breve perdido en cualquier sitio de los papeles -lo ideal, junto a las esquelas- dio cuenta del edicto de los genios de las matemáticas: entre treinta y cincuenta céntimos más por cajetilla. El Estado de Alarma nos resultó una broma a los que hemos vuelto a ser sometidos a toque de queda en los bolsillos. El martes pasado el precio ya estaba actualizado en los estancos.

Con alguna razón se nos dirá que buena parte de la culpa es nuestra, por ser incapaces de poner a escuadra para siempre al vicio que nos mata y, como extra, nos saquea la hacienda. Ojalá fuera tan fácil como planteárselo, creérselo y levantarse al día siguiente sin la necesidad de atizarse una dosis cada media hora. Lo de la fuerza de voluntad es un bello concepto, pero hasta el más talibán de los expertos en deshabituación tabáquica les echará abajo ese mito. Contra la química sirve de poco luchar a pecho descubierto. Dicen los tratados -los escritos por especialistas, no por vendepeines- que quienes han dejado de fumar sin esfuerzo de un rato para otro no eran fumadores.

Siete mil millones

Ya les conté aquí mismo que no me cuento entre los botafumeiros andantes que se creen con licencia para emponzoñar al prójimo. De hecho, no tengo ni un cuarto de argumento que oponer a la vigente ley sobre el tabaco, ni a la vuelta y media de tuerca que se nos viene encima. Sé de sobra que hasta ahora se me ha permitido hacer lo que no debía y asumo con deportividad que se acabe el recreo.

Sin embargo, eso sólo no finiquitará el problema. Hablan los datos. Los que certifican que el número de fumadores ha aumentado en los últimos cuatro años, pero sobre todo, los que ponen negro sobre blanco cuánto ingresamos cada año al Estado: siete mil millones de euros. Como lo dejemos todos de golpe, prepárense de verdad para el rescate.