Si el Gobierno español fuera medio consecuente —qué cosas pido—, debería dejarse de campañas ñoñas contra el alcohol y el tabaco y empezar a promocionar el bebercio y el fumeque a todo trapo. Canta una barbaridad que después de las moralinas que nos atizan, presuntamente en beneficio de nuestra salud, los primeros bolsillos en que se piensa para restañar las heridas de la caja sean los de quienes le pegan a uno, al otro o a ambos vicios. Cada equis viernes, salen los santurrones Soraya SdeS y Cristobal Montoro, dama mayor y caballero magno de la liga de la decencia y las buenas costumbres, respectivamente, a arrearle un buen tantarantán a la lista de precios de los trujas y las bebidas espirituosas. En la última vuelta de tuerca, 15 céntimos más por cajetilla y 85 por litro; eso sí, dejando exentos el vino y la cerveza, no se nos vayan a enfadar según qué señoritos. A modo de justificación, la armonización europea, esa misma que se pasan por la entrepierna cuando se trata de salarios y no digamos ya de derechos sociales.
Aparte de revelar una creatividad recaudatoria manifiestamente mejorable, el empeño obcecado en acudir impepinablemente a los estancos y los bares para rebañar calderilla es síntoma de una inmensa contradicción. Si un día a la población le diera por atender a rajatabla los llamamientos a adoptar hábitos saludables y a mantener a raya los demonios etílicos y nicotínicos, nos encontraríamos con un colosal problema. De saque, se acabaría la única teta fiscal de chorro sostenido, pero la cosa no quedaría ahí. Veríamos irse al guano, puestos de trabajo incluidos, los multimillonarios negocios basados en la producción y/o distribución legal de las perversas y dañinas sustancias. Con cinismo pero también con cierta razón, un amigo mío dice, pitillo en una mano y chupito en la otra, que sus pulmones ennegrecidos y su hígado castigado son pilares fundamentales de la economía.