Miente, como cada vez que abre la boca, la blanqueada Yolanda Barcina al cacarear que han quedado de manifiesto su honradez y su honorabilidad. Si algo de valor hay en el bochornoso legajo que libra a la Señora del banquillo es que se dice de una forma bastante clara que lo que hizo no tiene un pajolero pase ético ni político. Otra cosa es que en su infinito descaro detergente y en su estratosférica soberbia, sus señorías de este Tribunal Supremo de rebajas estivales se hayan sacado de las puñetas, porque están facultados para hacerlo y toca comérselo con patatas, que no es delito treparse en la poltrona para meter los dedazos en el tarro de la manteca colorá.
Que diga que le ha venido a ver Dios con toga, que celebre lo bien que sienta tener amigos y padrinos hasta en el infierno. Que pida otra copa y se la beba a la salud de su buena estrella. Que levante el dedo a los que nos hemos quedado otra vez con cara de pasmo al ver superado un nuevo récord de impudicia judiciosa. Que peregrine descalza en compañía de Blanco y Matas hoy a Santiago y mañana a la sede del bendito tribunal para agradecer los favores recibidos. Lo que quiera, menos pegarse el moco de la inocencia, la integridad y la rectitud, porque eso no nos va a colar ni aunque traten de anestesiarnos con toneles de suero del olvido.
La justicia —insisto en la minúscula cada vez con más convicción— de los que hacen las leyes con su trampa adosada puede dejar a la doña, y de hecho, la deja, que se marche de rositas y dedique un corte de mangas panorámico al graderío. Lo que no está al alcance de esos violentadores del derecho elegidos por los mismos a los que absuelven es segarnos el criterio propio ni hacernos comulgar con la rueda del molino donde trituran la decencia. Siempre sabremos lo que hicieron por triplicado el último verano, este que todavía nos reserva, mucho me temo, abundante ricino con que castigarnos el hígado.