Sostiene el gran escritor —eso no lo negaré— Javier Cercas que el derecho a decidir es una argucia conceptual, un engaño urdido por una minoría para imponer su voluntad a una mayoría. Con tales palabras exactamente. En realidad, esa variante del “no corras, que es peor” o directamente de la ley del embudo es el veredicto final e inapelable de [Enlace roto.] construido a base de verdades esféricas al gusto exacto de los que ven, llenos de zozobra y tembleque en las rodillas, que se les rompe España. Superado el primer sofoco ante el cúmulo de sofismas (mira quién habla de argucias conceptuales), ha sido revelador y hasta divertido ver cómo el texto era ensalzado y exhibido a modo de detente bala por la misma carcundia casposa que hasta la fecha despreciaba a Cercas por su presunta condición de autor de izquierdas, aunque fuera ma non troppo. Frente a las grandes cuestiones, ya se sabe, la línea divisoria se diluye. Antes roja que rota.
Resulta tentador ir desmontando clavo a clavo la tramoya argumental del zigzagueante escrito. Para alguien de natural irónico como el que suscribe, sería un festín hincarle el diente a la chusca comparación entre pararse en un semáforo y poner urnas para contar quién quiere irse y quién quiere quedarse. Y qué voy a decir de la rocambolesca, casi lisérgica, afirmación de que someter un asunto a votación es, ¡toma ya!, concederle el triunfo a la minoría. Sin embargo, no procede entrar al trapo. Esos teoremas de pata de banco obran, en efecto, como jugosos cebos para ocultar el mensaje principal, que no está en las partes del artículo sino en su totalidad y en el hecho mismo de que alguien se encargue de redactarlo y publicarlo. En lugar de entrar al debate de las ventajas o los inconvenientes de optar por esto o por lo otro, se hace saber a la concurrencia que, se pongan como se pongan, no hay más tutía que tragar lo que un ente superior ha decidido por ellos.