A instancias del Gobierno español, faltaría más, el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco ha tumbado varios aspectos del decreto de Lakua que reconoce moral y económicamente a las víctimas de abusos policiales. Desde la Secretaría de Paz y Convivencia aseguran que, en todo caso, lo laminado no afecta a lo básico del texto, aunque en prevención de males mayores y para no ponérselo fácil a los buscavueltas, anuncian que convertirán el decreto en ley antes de fin de año.
Ya ven que las cuestiones de principios básicos acaban sepultadas por el enjambre judicioso, como si estuviéramos ante un asunto de tecnicismos para juristas muy cafeteros y no ante una flagrante y desvergonzada maniobra para seguir negando que las llamadas Fuerzas de Seguridad del Estado vulneraron a saco los derechos humanos. Y ojo, que ni siquiera estamos hablando de hoy o de anteayer porque, conociendo el paño y mostrando una buena voluntad infinita, los redactores del texto se cuidaron de establecer el periodo de los abusos reconocibles entre 1960 y 1978; cualquiera se mete con los más recientes.
Lo tremendo es que ni aún con ese pragmatismo magnánimo se ha conseguido que el búnker arroje la menor señal de humanidad. ¿Por qué? Ante semejante obcecación numantina, no caben más explicaciones que las evidentes. Por de pronto, se trata de preservar el monopolio del sufrimiento en manos de las únicas víctimas que, al parecer, merecen tal nombre. Y por el mismo precio, es una forma de retratarse como orgullosos herederos de aquellos uniformados que lo dieron todo —pero todo, todo— por la una, la grande y la libre España.