Está dando mucho que hablar el banderón rojigualdo ante el que compareció Pedro Sánchez el otro día. Y ahí tienen la clave para entender la vaina. Se trataba, en primer lugar, de ganarse unos minutos de blablablá en tertulias de aluvión, Twitter y otros espacios de opinión al por mayor o al detalle, como estas mismas líneas.
Una vez comprobado que, a diferencia de las fuerzas nuevas (uy, perdón), el PSOE no coloca una puñetera escoba marcándose el rollete chachiguay y que tampoco sale de pobre vendiendo a su líder como un excitante sexual, alguien decidió que había que probar otra cosa. O en realidad, dos cosas, porque lo de la enseña nacional ciclópea fue conjunta e inseparablemente con la presentación en sociedad de la esposa del secretario general. Al estilo House of cards, dicen algunos con memoria tirando a frágil: el dos en uno de buena física y aparente mejor química lo viene utilizando últimamente Artur Mas y antes lo hizo, sin salir de Ferraz, Rodríguez Zapatero, cuya señora, Sonsoles Espinosa, tiene, por cierto, algo más que un aire a Robin Wright, la protagonista femenina de la serie antes mentada.
¿Hay alguien en la sala que sea capaz de citar alguno de los mensajes espolvoreados por el ya investido candidato socialista a la presidencia del Gobierno español en el acto de marras? Apuesto a que no. Y ni falta que hace, porque lo que se pretendía que captaran las cámaras eran los colores. En primer término, los de la bandera, y en segundo, el del vestido de la compañera de Sánchez. Luego venía el debate (o así) en el que hemos entrado de cabeza. Una estrategia verdaderamente acertada.
Sánchez pretende utilizar el concepto de bandera como identificación de los demócratas (ellos), los no nacionalistas (ellos), y se dirige a los partidarios de la unidad de España (ellos, y no los catalanes o vascos) a través de «lo que nos une» (en toda caverna mediática sale siempre este concepto), de lo que los demócratas debemos conservar, y de lo que «nos dotamos», como máxima expresión de democracia, soberanía popular, libertad en la concordia… Es decir, lo utiliza para atraer votos de los indecisos del PP, del 35-40 % del electorado que dice «no soy de izquierdas ni derechas», «yo no me meto en política», «Ay que ver como está ‘España’, con el paro que hay». Es decir un símbolo de la no discusión, del no debate, del no planteamiento de otra distribución territorial, de otra relación entre el individuo, su sociedad cultural intermedia y su estado, y sobre todo de otra distribución de la riqueza generada, o, si se quiere decir, de otra manera de distribuir el PIB (que no es importante que crezca sino que se distribuya mejor, pero eso sería «bolivariano»).
Y usando ese símbolo les dice a sus potenciales: «Si al fin y al cabo somos lo mismo, queremos lo mejor para España». Porque, tal y como van las cosas, se unirán, se coaligarán. Y es verdad que son lo mismo (lo han demostrado en la crisis) Les importa un bledo los trabajadores, los no trabajadores (parados y pensionistas), el futuro de los jóvenes, las distintas sensibilidades nacionales, la memoria de las cunetas, … Todo eso no importa. Importa la bandera, y la unión, la concordia, pero, claro, entendidas como ausencia de debate. Es decir, como antes, como siempre. A mí la verdad, no me ha sorprendido nada.