Gobierno de coalición

Empiezo exactamente donde lo dejé ayer. Anoté, sin más, que sonaba creíble la filtración del PSOE respecto a la exigencia de Iglesias de una vicepresidencia. La reflexión iba sobre el error de comunicación del líder de Podemos que provocaba que buena parte de la opinión pública esté convencida de que los morados priorizan el ego y los sillones a la consecución de un programa progresista. O traducido, que en este minuto del partido, Iván Redondo, el José Luis Moreno que hace hablar a Sánchez, Ábalos, Lastra y compañía, va ganado por goleada la batalla del relato. Bien es cierto que más le vale no confiarse. La ciudadanía no es tan párvula como presumen los gurús y también empieza a olernos a cuerno quemado la estrategia de Ferraz de hacer que parezca que no hay más remedio que ir a la repetición electoral. Las urnas las carga el diablo, avisados quedan.

Cumplido el prolegómeno, voy al grano. No me parece en absoluto censurable que una fuerza política de la que depende una mayoría de gobierno quiera estar en el Consejo de Ministros. Es una aspiración del todo legítima que no cabe criticar como hambre de poltrona. Se hace política para cambiar las cosas y las cosas se cambian —en la medida de lo posible; no nos pasemos de pardillos— desde los gobiernos. Más en llano: Unidas Podemos tiene todo el derecho del mundo a reclamar un ejecutivo de coalición en el que participe de acuerdo a la proporción de votos y escaños. Naturalmente, para tratar de llevar a cabo un programa consensuado y de conocimiento general. Lástima que esta última parte, la esencial, es la que no se ha abordado en este punto de la negociación.

Un bebé en las Cortes

Sí, otra columna sobre el churumbel de la diputada Bescansa. Ovación y vuelta al ruedo para el mago de la propaganda podemita —probablemente, Iglesias Turrión en persona— que atinó con el modo de agenciarse el protagonismo de la jornada de apertura de la nueva temporada del pardillo en la Carrera de San Jerónimo. Nadie se llame a engaño. No hubo nada casual ni espontáneo. El catecismo morado, compendio de todas las demagogias que a lo largo de la historia han sido y siguen siendo, contiene el mapa detallado de los resortes que hay que tocar para obtener la máxima eficacia comunicativa. Y si es necesario utilizar como reclamo una criatura, se utiliza sin el menor reparo.

El triunfo de la estrategia es seguro. No solo por las tiernas imágenes que se consiguen de saque. La parte mollar viene con el debate trapacero que se organiza inmediatamente. Que si igualdad, que si conciliación, que si naturalidad. Cualquiera que entre en ese jardín, como servidor ahora mismo, es susceptible de ser despellejado por las milicias progresís enarbolando argumentos irrefutables. Lástima que uno esté ya muy mayor para comprar esas motos trucadas.

Si algo hizo la escañista Bescansa fue demostrar un desprecio sideral por el trabajo —sí, es un trabajo— de representar a la ciudadanía. Le puede echar toda la música de violín que quiera, que con un bebé en brazos es imposible desempeñar la tarea que le han encomendado las urnas. ¿Acaso si fuera albañil se subiría al andamio con el niño? No, y menos, disponiendo, como ocurre en las Cortes españolas, de un servicio de guardería que ya quisieran las y los currelas de a pie.

Sánchez en rojo y gualda

Está dando mucho que hablar el banderón rojigualdo ante el que compareció Pedro Sánchez el otro día. Y ahí tienen la clave para entender la vaina. Se trataba, en primer lugar, de ganarse unos minutos de blablablá en tertulias de aluvión, Twitter y otros espacios de opinión al por mayor o al detalle, como estas mismas líneas.

Una vez comprobado que, a diferencia de las fuerzas nuevas (uy, perdón), el PSOE no coloca una puñetera escoba marcándose el rollete chachiguay y que tampoco sale de pobre vendiendo a su líder como un excitante sexual, alguien decidió que había que probar otra cosa. O en realidad, dos cosas, porque lo de la enseña nacional ciclópea fue conjunta e inseparablemente con la presentación en sociedad de la esposa del secretario general. Al estilo House of cards, dicen algunos con memoria tirando a frágil: el dos en uno de buena física y aparente mejor química lo viene utilizando últimamente Artur Mas y antes lo hizo, sin salir de Ferraz, Rodríguez Zapatero, cuya señora, Sonsoles Espinosa, tiene, por cierto, algo más que un aire a Robin Wright, la protagonista femenina de la serie antes mentada.

¿Hay alguien en la sala que sea capaz de citar alguno de los mensajes espolvoreados por el ya investido candidato socialista a la presidencia del Gobierno español en el acto de marras? Apuesto a que no. Y ni falta que hace, porque lo que se pretendía que captaran las cámaras eran los colores. En primer término, los de la bandera, y en segundo, el del vestido de la compañera de Sánchez. Luego venía el debate (o así) en el que hemos entrado de cabeza. Una estrategia verdaderamente acertada.

Por qué Pedro es Ken

Me reprochan que cargue las tintas contra el secretario general del PSOE “solo por ser guapo”. Con argumentación variada, desde que lo mío es pura envidia hasta que no se le puede pedir a Pedro Sánchez que se ponga una capucha para ocultar su atractivo, aunque casi siempre desembocando en la eterna cuestión del diferente trato según el sexo: “Si fuera mujer, no lo harías”.

¿Touché? Pues miren, no. Es decir, no lo sé. Me falta un término para la comparación. Por más que repaso mi archivo mental, no recuerdo una sola política que haya hecho una utilización de su físico ni la cuarta parte de excesiva que el sustituto de Pérez Rubalcaba. No, ni siquiera reuniendo sobrados requisitos para haberlo hecho, o en algunos casos, quizá por eso mismo. Y en la categoría masculina, tampoco encuentro precedentes. Incluso Adolfo Suárez, al que Pedro Ruiz parodiaba diciendo “No me toco porque me excito”, y que era un narcisista del carajo de la vela, jugaba más bazas que su mirada arrebatadora y su porte de (entonces) yerno perfecto.

Es innegable que las caídas de ojos, los hoyuelos o las boquitas de piñón rentan su porción de votos en esta sociedad de la imagen y el culto a la apariencia. Pero aún no somos tan imbéciles como para tirarnos de cabeza a la urna solo porque el candidato o candidata esté de toma pan y moja. Necesitamos algo parecido a unas ideas. Y no digo que Sánchez no las tenga, sino que el brutal empeño (un tuit, una foto) de su gabinete de comunicación en vendérnoslo como un sexsymbol nos impide verlas. Mientras el acento esté en la sonrisa Profidén y no en el mensaje, Pedro seguirá siendo Ken.

Cañete, cadáver político

El suicidio político de Miguel Arias Cañete se estudiará en Oxford, Berkeley, Friburgo y hasta encontrará hueco en los cursillos de macramé de Alpedrete. Hay que remontarse al legendario Abundio para encontrar antecedentes de semejante comportamiento mastuerzo, con el agravante en su caso de que va por el mundo presumiendo de ser cráneo privilegiado, luminaria de Occidente y la hostia en verso de la superioridad intelectual. En esa fatuidad literalmente fantasmagórica, en esa jactancia de sobrado con balcones a la calle, en esa altanería de perdonavidas de tres al cuarto fue donde comenzó su hundimiento público en el fango. Tuvo mucho que ver, sí, la machirulada garrula y purulenta, pero aún después de haberla regüeldado, pudo buscar una vía de escape en forma de humildes disculpas, autoflagelo compungido o simple reconocimiento de la tremenda metedura de cuezo. Dos mil y pico años de herencia judeocristiana habrían jugado a su favor. Con lo pilongo que se pone el personal ante las exhibiciones de contrición —que le pregunten al rey paquidermicida—, se le habría perdonado la falta y a seguir pecando, que son dos días.

Ocurre que Cañete se puede comer yogures caducados o insectos de apariencia repulsiva, pero no su orgullo. Cada explicación que ha balbuceado desde la ya lejana mañana de autos ha sido un suma y sigue en el descenso a las cloacas de su mismidad. Para terminar de joderla y confirmar que además de todo lo que ha demostrado, es un cagueta, suspende entrevistas, poda la agenda y se esconde tras las barbas de Mariano. Ocupará su escaño en el Europarlamento oliendo a cadaverina.