Desde el miércoles somos (aun) menos libres. Y diría también que estamos menos seguros. Todo un sarcasmo si lo uno y lo otro ocurre por la entrada en vigor de un artefacto judicioso-legaloide que atiende por Ley de Seguridad Ciudadana. Para más de uno, empezando por el que suscribe, se ha inaugurado la era de la incertidumbre absoluta. Si hasta ahora había que medir cada palabra y hasta tachar unas cuantas en evitación de males mayores, en lo sucesivo uno no sabrá qué coma o qué punto y aparte le pueden conducir, quizá esposado, a dar cuentas a la autoridad competente. Menudas cuentas, por cierto: las penas van desde los 100 euritos por menudencias como no llevar la documentación encima hasta los 600.000 por —apriétense los bigudíes— participar en una manifestación no comunicada “ante infraestructuras críticas”, que seguramente serán todas las que le salgan de la sobaquera al uniformado de turno.
Como habrán leído u oído, en total son 44 conductas sancionables con un tiento al bolsillo. No les voy a negar que algunas de ellas son comportamientos delictivos de manual. De hecho, ahí está el truco, en inventariarlas en la misma hoja de tarifas como si fuera igual fabricar explosivos que tuitear la foto de un antidisturbios pateando a un mengano o, simplemente, la negativa a identificarse ante un policía que tampoco se ha identificado ante ti. Claro que lo peor de todo es el océano de arbitrariedad que empapa el articulado a modo de aviso a navegantes, es decir, de represión preventiva. El resumen final es que todos podríamos ser culpables, incluso aunque fuéramos capaces de demostrar lo contrario.