Enternece asistir al escándalo de plexiglás por un quíteme allá esas emisiones contaminantes de más. De golpe descubrimos que las grandes corporaciones engañan y que los coches contaminan un congo. Demasiado para nuestro delicado himen moral, que salta hecho pedazos, antes de sumirnos en la depresión que sigue al conocimiento del mecanismo del sonajero. ¿Es que ya no se puede confiar en nadie?
Ese estado de ánimo es el que nos están vendiendo. Por fortuna, quizá cuele en las páginas salmón o en ciertas tertulias de postín, pero no en la calle. A pie de barra de bar, de mostrador de frutería o de ascensor, lo que extraña del marrón de Volskwagen es que haya salido a la luz y que se le esté dando tanto bombo. La composición de lugar más común es que no se trata de un caso de rectos principios, sino de la bomba de un competidor o la venganza de un currela (de cuello blanco, se entiende) resentido. Y una vez que estalla y crece la bola, llegan los maquilladores a presentárnoslo como la demostración de que el que la hace la paga, menudos bemoles le echan.
Insisto en el escaso éxito de tal empresa. Salvo cuatro o cinco seres angelicales, la mayoría de los consumidores sospechamos hace mucho que el contenido de azúcar declarado en el brebaje que sea siempre es mayor, que lo del Omega 3 es una coña, que al interés que nos asegura un banco en el contrato hay que sumarle un pico, que lo que dice la pegatina del frigorífico sobre su eficiencia energética puede ser o puede no ser, y, por supuesto, que nuestro utilitario suelta bastante más porquería de la que jura el fabricante. Ningún motivo de asombro.