Repaso mis propias rutinas de hace apenas dos meses, cuando todo alrededor parecía una amenaza atroz. Rozar un pomo, un interruptor o una barandilla provocaba una carrera desesperada al grifo más cercano y, por lo menos, dos apretones ansiosos al dispensador de jabón líquido. Una visita al supermercado, en aquellos días todavía de mascarillas casi inexistentes y gel hidroalcohólico a precio de Chanel número 5, era como una incursión de comando en las líneas enemigas. Frente al estante anémico de la harina, uno se sentía un liquidador de Chernobyl. Y qué miradas asesinas a cualquier congénere que te topases en el pasillo de las conservas. De vuelta a casa, zapatos en la puerta, chorretón de lejía, toda la ropa a la lavadora y, sin respiro, ruleta a temperatura máxima y puesta en marcha del programa largo.
Comparo todo eso con mis actitudes de hoy. Les aseguro que me tengo por un tipo precavido, que soy muy consciente de que el bicho sigue ahí, dispuesto a darnos muchos disgustos todavía y que no he necesitado que me obliguen para llevar mascarilla casi siempre. Pero aun así, cada tres por cuatro me descubro haciendo varias de las cosas que nos han dicho que debemos seguir evitando. Pienso entonces en los que ni se lo plantean y comprendo que hayamos vuelto a poner en vertical la curva de contagios.
Antes, cuando todos estábamos mucho más asustados, el colectivo de riesgo se situaba en las Personas Mayores. Pero ahora, en lo que se ha dado en llamar la nueva normalidad, se está demostrando que el colectivo de riesgo está en los jóvenes.
A aquellos, a los Mayores, se les confinó con restricciones mucho más rigurosas que al resto de la ciudadanía. Pregunta: ¿Habría que hacer ahora lo mismo con los jóvenes?
La responsabilidad individual no vale nada cuando el daño no se percibe como cercano y real al instante. Somos humanos, es normal. Pero no deja de ser horrible.
Me cabrea un poquitín la llamada a la «responsabilidad» hecha por el Alcalde Aburto.
Quien imploraba apoyo para los bares de Bilbao, decía que las medidas de seguridad se respetaban por todos y les favorecía concediéndoles ridiculas terrazas en la calzada, impulsando así las grandes aglomeraciones en la tarde-noche como en Licenciado Poza me pide ahora a mí responsabilidad.
Espero que se haga él antes un poquito de autocrítica.
Nota:
Por contra hay locales de hostelería con un exquisito cuidado. A ésos tampoco hay que pedirles responsabilidad. Ya la tenían.
El día que se disponga de guantes, el pomo, la barandilla y el resto de objetos «tocantes» volverán a ser terribles «cocos», como ahora son el aire, aliento, saliva… sino fuera por las milagrosas mascarillas que han pasado de ser una inutilidad a imprescindibles en estos pocos meses.
Inadmisible haber oído que las mascarillas no tenían gran efecto preventivo, por voz de Ministros y sabios cuando el problema era que no había una solo en todo el país, como ahora no hay guantes.
¡Sigan apostando por el turismo! que de hay salen todos los productos de primerísima necesidad!
Cuando se compren o recompren máquinas de fabricar guantes como se ha hecho con las mascarillas, seremos obligados a dormir en solitario con ellos, y hasta con burka si es de su ocurrencia. ¡Todo sea por la pasta!
Un saludo.