Parecía algo. Menos daba una piedra. Después de décadas de silencio ominoso y culpable, la Iglesia daba un paso adelante y ponía bajo el foco su pecado capital, los abusos sexuales a menores. Y, como han escrito bastantes personas antes que yo, quizá ahí está el error, en reducirlo a esa categoría etérea y extraterrenal del pecado, que no deja de ser el gran chollo del catolicismo. Por inmenso que sea tu crimen, basta unas jaculatorias y cuatro gimnasias a modo de contrición, y ya has conseguido el perdón divino, vayan días y vengan ollas. Gracias a esa filfa, miles de tipos con sotana, hábito o indumentaria civil se han ido de rositas después de haber destrozado no ya la infancia sino la vida entera de incontables criaturas. En el mejor de los casos, todo el castigo consistía en un retiro discreto o un traslado a un lugar donde, generalmente los depredadores tenían a su alcance nuevas presas. Lo habitual, sin embargo, era una mirada hacia otro lado porque la carne es débil y Satanás no deja de tentar a los siervos del Señor.
Tremendo, que ese haya sido uno de los resúmenes de la reciente cumbre del Vaticano sobre la pederastia, el descargo de la culpa en el Demonio junto a un difuso propósito de enmienda. Conste que no soy partidario de causas generales ni de linchamientos a favor de corriente, tampoco contra la Iglesia. Sin embargo, escuchando a las víctimas, me queda muy clara su infinita decepción y su sensación de haber sido utilizadas como detergente. Con todo, no puedo dejar de añadir que la cuestión que nos ocupa no debe dilucidarse intramuros. Es la justicia temporal, la humana, la que debe actuar.
El noventa por ciento o más de los curas en mi época de infancia eran pedófilos. (Yo ya peino solo canas). Y no es una afirmación gratuita. Desde muy niño (como desde los seis años) mis padres me obligaban a confesarme todos los sábados. Mis recuerdos de entonces son los de ir cambiando siempre de confesor, pues todos me sobaban, manoseaban, besuqueaban, baboseaban etc., dejándome una sensación de asco que me obligaba a cambiar siempre a otro; pero era inútil; con todos pasaba lo mismo. El solo hecho de que no recuerde ni un cura de esa época es significativo de que nunca pude repetir lo suficiente con ninguno. Naturalmente yo no era consciente de la realidad que vivía; solo de la sensación nauseabunda que me quedó como poso de esa época tan frágil de una persona. Aún hoy cuando visito alguna iglesia (como turista) y paso cerca de uno de aquellos confesionarios me viene una especie de arcada mental con la nausea de aquel entonces. Tuve suerte de no haber tratado jamás de ser monaguillo y siempre me mantenía lejos de curas por ese sentimiento de asco, aunque sin saber entonces la razón; creo que eso me libró de cosas aún peores.
No sé si has leído el discruso final del papa Francisco.
Aquí lo tienes:
http://baf-fcb.blogspot.com/2019/02/discurso-del-papa-en-la-cumbre.html#more
Quien crea que la empresa mas antigua del mundo va a cambiar las costumbres que practica desde hace 2000 años lo lleva crudo.
El falso celibato esconde las mayores miserias del ser humano entre ellos los pederastas, que escondidos tras el mayor ente de poder campas a sus anchas cometiendo toda clase de tropelías sin que puedan ser juzgados.
No se si Cristo existió pero seguro que lo de «dejad que los niños se acercen a mí» es mas propio de los antecesores de Bergoglio que del crucificado.
… Y espera que empiecen a cantar las monjas…