Por qué los matan

“Hemos matado a vuestros hijos”, se jactaba Daesh tras la masacre de Manchester. Y lo peor es que lo hacen porque pueden. Tanto lo uno como lo otro. Primero matarlos, y después presumir de haberlo hecho. O anunciar chulescamente que no va a ser la última vez, y que nosotros, despreciables infieles, sepamos sin lugar a dudas que es rigurosamente cierto.

No, no es porque sea imposible garantizar la seguridad al cien por cien. Ni por la eficacia manifiestamente mejorable de ciertas investigaciones. Ni por el inmenso despiste entreverado de hipocresía de las autoridades del trozo del mundo llamado a ser fumigado. Todo eso influye, por supuesto, pero la verdadera razón de la barra libre para asesinar en nombre del islam, y ahí nos duele, está en la holgazanería moral de quienes uno esperaría encontrar enfrente y no al lado de los criminales.

Al lado. Eso he escrito. Y cada vez de un modo menos sutil. Ya no disimulan con algo parecido a una condena. Tampoco gastan un minuto en un mensaje de solidaridad. Pasan directamente a la justificación. El trío de las Azores, la pobreza, la intolerancia de los de piel pálida —¡hay que joderse!—, la industria armamentística, el operativo en que se cargaron a Bin Laden… Cualquier explicación es buena salvo atribuir las carnicerías a la maldad infinita y entrenada de sus autores. Del totalitarismo que anida en sus creencias, ni hablamos.

Celebro la mala hostia que estas líneas estará provocando a quienes se están dando por aludidos. Yo también he dejado los matices. Por eso los señalo sin rubor como los colaboradores imprescindibles de los que matan a nuestros hijos.

Laicismo pero menos

Desde el viernes por la noche echo en falta a los adalides del laicismo. ¿Dónde diablos [perdón] andan esos y esas que encuentran en la religión el origen de todos los males, y me llevo una? Dejen, no contesten. Es solo una pregunta retórica, que además, contiene un error de enunciado. Porque no es la religión, sino una religión muy concreta, ya saben ustedes cuál. En el fondo, son en sí mismos el ateo del chiste que sostenía que no creía ni en Dios, que es el único y verdadero.

¿Se imaginan el calibre de las diatribas, el grosor de los cagüentales, si la matanza de París hubiera sido en nombre de la cruz? Menudo festín citando —y no seré yo quien diga que sin base — los miles de apuntes de la Biblia que hieden a odio y venganza o los incontables momentos históricos, algunos muy recientes, en que los llamados textos sagrados del catolicismo han servido de coartada para masacres e injusticias de todo tipo. Sin embargo, ante el Islam, cuyos libros —y no digamos ya la mayor parte de sus exégesis— contienen, como poco, las mismas mendrugadas sembradoras de cizaña, silencio sepulcral. Y eso, en el mejor de los casos, porque es aun más frecuente que los mismos que ven a Torquemada incluso en alguien tan razonable como el Papa Francisco, anden vendiendo que el Corán es lo más de lo más en igualdad y convivencia. Cómo será la cosa, que a pesar de lo clarito que hablan los asesinos en la reivindicación de la carnicería, hay una porción de la intelectualidá que está propalando la especie de que detrás de los 132 muertos y 300 heridos no está una visión religiosa sino la violencia masculina. Tal cual.