Lanbide, tenemos un problema

Tremenda escandalera porque al viceconsejero de Empleo del Gobierno vasco le da por decir lo que miles de personas piensan. Perdón, lo que miles de personas padecen en sus carnes cada puñetero día. ¿Que la expresión concreta no ha sido la más afortunada, según el temple de gaitas que le ha tocado al titular del Departamento, mi admirado Ángel Toña? Pues quién sabe, a lo peor sí, aunque a mi me sigue emocionando ver a un cargo público saliéndose de los portantoencuantos y hablando como se habla en la calle. En todo caso, tíresele de las orejas si es lo que manda el protocolo, pero más allá de la bulla mediática amarilla y de las patateramente oportunistas peticiones de dimisión de tipos que tienen un curro del copón asegurado, aprovechemos para lo que importa. Y lo que importa es que José Andrés Blasco ha puesto el cascabel a un gato respecto al que todo quisque se hace el orejas primorosamente: el servicio vasco de empleo no funciona para lo que proclama su enunciado.

El primer paso para solucionar un problema es reconocer que se tiene. Lo siguiente es una migaja de coraje para hacer el diagnóstico concreto huyendo de la doble demagogia que presiona desde los extremos. En eso, los sufridos usuarios pueden aportar mucho más que los burguesotes progresís de segunda residencia en Jaca (con nómina pública, por descontado). Bastaría, de todos modos, media docena de visitas a las oficinas de la cosa. Se percibiría sin demasiado esfuerzo que la teórica misión primordial de Lanbide, gestionar la colocación, queda sepultada por la tramitación de ayudas. ¿Tan difícil sería desdoblar ambos cometidos?

Justicia o atropello

La gran injusticia respecto a la renta de garantía y las ayudas sociales no es tanto que haya quien las percibe de forma fraudulenta, sino que se les nieguen a personas y familias que las necesitan imperiosamente para subsistir. Si unimos la evidencia de que ocurre lo primero y lo segundo —muchas veces, en la misma escalera—, encontraremos parte de la explicación a la creciente desconfianza hacia los mecanismos de protección social. Y la palabra desconfianza es un eufemismo. Me temo que estamos más cerca de un rechazo visceral ante el que se hace un mundo oponer argumentos razonados. Tanto peor, si se trata de combatir a base de maquillar la realidad, retorcer estadísticas o, como es el caso más habitual, insultar a quienes manifiestan tal estado de ánimo.

Hago notar que, contra lo que marcaría la intuición, este sentimiento refractario a la solidaridad pública arraiga con mayor profundidad cuanto más humilde es el entorno. Es de los barrios que peor lo pasan de donde salen las diatribas más furibundas. Para comprobarlo, basta ir a un bar de esos en los que todavía echan serrín al suelo cuando llueve y poner la oreja. En la viceversa, los mensajes preñados de inmejorables intenciones suelen proceder —no digo que siempre sea así— de lugares en los que la comida del día siguiente o la factura de la luz del mes que viene no generan grandes quebraderos de cabeza… por lo menos, todavía. Se comprenderá que los que padecen estrecheces contantes y sonantes no muestren una gran disposición a recibir lecciones de supervivencia de quienes tienen resuelto lo inmediato.

Me desdigo: no se comprende. Y ahí es donde reside el problemón y la abismal diferencia a la hora de interpretar, por ejemplo, que el Gobierno Vasco anuncie que a partir de 2014 los perceptores de la RGI podrían tener que realizar ciertos trabajos comunitarios. Es justo, dicen unos. Un atropello intolerable, denuncian otros.

Cuatro coches y una ayuda social

Han tenido que llegar las vacas flaquísimas para que los ayuntamientos cayesen en la cuenta de que llevaban años regalando un aguinaldo de la partida presuntamente social a quien, por ejemplo, tiene un chalé y una autocaravana. O a quien se ha comprado dos furgonetas nuevas en unos meses. O al propietario de un BMW, un Volkswagen Polo Coupe, un Hyundai y una Renault Kangoo. Desgraciadamente, no son casos figurados. Ni esos, ni el resto de los que enumeraba en DEIA Olga Sáez, con datos proporcionados por el consistorio de Bilbao, donde se han detectado 1.254 posibles fraudes. En Gasteiz hay otros cuatrocientos, más de quinientos en Barakaldo y así, me temo, suma y sigue. Mientras, el hombre del que les hablaba ayer, Luis Miguel Santamaría, duerme en la puñetera calle porque en las arcas de su municipio sólo quedan telarañas.

Está muy bien -a la fuerza ahorcan- que los administradores de esos dineros se echen las manos a la cabeza ahora que las cajas están vacías. Lo incomprensible es que no hayan movido un dedo antes. Siempre me ha maravillado la facilidad con que los guardianes del orden ciudadano encuentran mi coche para blasonarlo con una multa cinco minutos después de que me caduque la OTA y, sin embargo, no haya un cuerpo de husmeadores igual de efectivo para dar con estos trileros de las ayudas sociales. Basta pisar un poco la calle para saber que la mayoría de estos estafadores actúan a plena luz del día y que incluso los hay que, en lugar de ocultar su trampa, presumen de ella porque todavía está bien visto darle un bocado a la pasta pública.

Igual que la Gürtel

Merece la pena que nos detengamos en esa disculpa social -cuando no aplauso- del timo a la Administración. No falta quien lo tiene teorizado como una especie de redistrubición de la riqueza por las bravas o, sin más, como una muestra de inteligencia y osadía de quien lo comete. A mi me parece tan latrocinio como lo de la Gürtel o la Malaya. El tipo ese de los cuatro coches -que, por cierto, luego se compró un Mercedes descapotable y un Volkswagen Touareg- me despierta tanta simpatía como Cachuli o el tal Roca de los wáteres de oro.

Con dolor, anoto también la decepción que me ha producido ver que algunos colectivos que luchan a pie de obra contra la exclusión califiquen las investigaciones como “criminalización de la pobreza”. Seguro que algún munícipe sin entrañas ha aprovechado el viaje para cepillarse un puñado de ayudas justas. Denúnciese cada caso así, pero no amparemos a los que, sin necesitarlo, se lo llevan crudo.