Nada por lo que sorprenderse. Venía en el manual de media cuartilla en que cabe toda la doctrina árida y pastórida. De hecho, es incluso condensable en una sola frase: aquí te espero, Baldomero o, en adaptación al caso que nos ocupa, arrieritos somos y en el reparto de licencias de radio nos encontraremos. Sobre 32 concesiones, una sola para la segunda emisora privada de este país, una que, puñetera casualidad, lleva el nombre que envenena los sueños de los moradores de lo que por poco tiempo seguirá siendo Nueva Lakua.
Onda Vasca, esa cáscara de nuez que creció a txalupa y luego a velero capaz de navegar contra todos los pronósticos y contra todos los vientos, se ha erigido en Pepito Grillo, china en el zapato y altavoz de las vergüenzas de Patxinia. Comprendo que eso duela, que joda incluso, que te arranque un cagüental al verte retratado metiendo los dedazos en el tarro de la mermelada, como les hemos pillado tantas y tantas veces. Sin embargo, ni de lejos me entra en la cabeza que las verdades incómodas que han difundido nuestras antenas hayan podido traducirse en una inquina tan superlativa como la que nos dispensan. “Esos hijos de puta” es la jaculatoria mínima que nos dedican en los conciliábulos de puño y rosa donde se amenaza con la excomunión al militante que osara tener cualquier trato con el maligno, o sea, nosotros.
Lo que debería haberse gestionado con cintura y técnicas de comunicación básicas —el PP lo ha hecho de cine—, terminó siendo una cuestión personal, casi de honor. Hubo quien se juramentó para acabar con la mosca cojonera aunque fuera lo último que hiciera. Efectivamente, lo último: justo antes de recibir el tremendo patadón que vendrá de las urnas, alguien ordenó acelerar frenéticamente un proceso que iba para largo y, por malos, nos han castigado sin frecuencias. Se acusa la patada en la espinilla y se devuelve con una sonrisa sardónica; no nos callamos.