La moción de censura contra Yolanda Barcina que se sustanciará el próximo jueves en el Parlamento navarro está condenada al fracaso. Un momento… ¿Fracaso? ¿Es esa la palabra más adecuada para nombrar lo que ocurrirá en virtud de la inflexible aritmética y del tembleque de piernas del PSN? Se me antoja excesiva. De hecho, aunque técnicamente lo sea, ni siquiera hablaría de derrota. Simplemente diría —o diré cuando ocurra— que no ha prosperado o que ha sido rechazada. Incluso, que no ha visto cumplido su objetivo, si por tal entendemos el relevo de la presidenta, pero en ningún caso que ha resultado inútil.
Cuando el marcador de la cámara certifique, tozudo, la continuidad de Barcina y los medios afines lo vendan como la victoria de San Jorge frente al dragón, tal vez cunda la sensación de que se ha hecho un pan con unas tortas. Se dirá, seguro, que para este viaje no hacían falta alforjas y que la Doña ha recibido un balón de oxígeno cuando más lo necesitaba y, encima, de quienes menos cabía esperarlo. Quizá eso no sea del todo falso, pero aparte de que tal alivio efímero le va a servir de bien poco a la cada vez más cercada escapista, quedarán sobre el tapete, amén del autorretaro de cada formación, un puñado de aprendizajes valiosos de cara a un futuro nuevo intento.
Ojalá el primero de ellos sea que la oposición —dejo en el limbo o en el purgatorio al PSN, que no es ni carne ni pescado— se olvide por un rato de las siglas y de las cuentas pendientes. Eso incluye la renuncia a la tentación, por golosa que sea, de aparecer individualmente como líderes o motores de la demanda de cambio. Ya llegará el momento de pelearse por los votos. Si de verdad la meta común es que eso suceda cuanto antes, si no estamos una vez más frente a poses para ir acumulando puntos, ahora se trata de ir todos a una. Comprenderlo equivale a que, aunque no prospere, la moción del jueves no sea una fracaso.