Cuentan que un fulano de obediencia pepera se ha gastado unos miles de euros —tampoco un pastizal, no se crean— en difundir en Facebook mensajes en nombre de Errejón que pedían a los votantes progresistas (ejem) que castigaran a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Una jugarreta muy fea, eso no lo discute nadie. Ojalá le caiga una buena por la fechoría. Pero a partir de ahí, permítanme que me ría. Pasando por alto que el éxito de la propaganda chungalí se basaría en la membrillez de quienes no son capaces de decidir las cosas con su propia materia gris y que en su pecado llevarían la penitencia, la bronca exagerada que ha causado el episodio resulta entre enternecedora y brutalmente cínica.
De nuevo debo traer a colación al personaje más citado en estas columnas, aquel gendarme de Casablanca que mandaba cerrar el garito del que era parroquiano al grito de “¡Qué escándalo, aquí se juega!”. Se habla ahora de una campaña sucia, como si cuarto y mitad de los usos y costumbres cuando se abre la veda del voto fueran la caraba de la pulcritud. ¿Qué hay de limpio en las trolas sin cuento que se sueltan en los mítines y/olos debates electorales y se multiplican en las redes sociales? ¿Cómo de aseado es recurrir a datos inventados que, según de quién vengan, merecen la vista gorda de los beatíficos desmentidores de bulos? ¿Y qué me dicen de los titulares de este o aquel medio, arrimando el ascua a la sardina propia y la manguera a la ajena? Por no mencionar la difusión de sondeos con datos imaginarios cuyo propósito no es retratar la realidad sino tratar de cambiarla. Desgraciadamente, hace mucho tiempo que vale todo. Un poco tarde para enfadarse.