Trabajo de florero

Incómoda cuestión, la que suscita la modelo Sandra Martín en estas mismas páginas. “Lo discriminatorio es que te quiten el trabajo de azafata”, afirmaba en referencia a la supresión en algunas pruebas deportivas de las entregas de premios a cargo de mujeres. Aquí empieza el terreno para las precisiones. Cualquiera con dos ojos, memoria y la voluntad de no hacerse trampas en el solitario sabe que no hablamos de mujeres en general. Para participar en esas ceremonias es preciso responder a unos determinados cánones físicos y, en no pocas ocasiones, acceder a llevar un atuendo que resalte tales características. En cuanto al papel en el podio, y si bien hay diferencias en función de las modalidades deportivas —en las de motor es un punto y aparte—, diría que caben pocas discusiones. Es meramente ornamental y con frecuencia roza la sumisión.

Hasta algunos de los llamados al agasajo —el que más claro ha hablado es el ciclista Mikel Landa— se sienten incómodos con en ese trato y abogan por erradicarlo. Me resulta increíble que a estas alturas haya, sin embargo, quien defienda la permanencia del patrón casposo. Y mucho más, cuando no es descabellado pensar en una solución que, salvo a los que quieren que las competiciones incluyan de propina la exhibición carnal, puede ser satisfactoria para todo el mundo. Incluyo ahí a Sandra Martín y a sus compañeras, que podrían seguir en el desempeño de su oficio compartiéndolo con otras mujeres y otros hombres a quienes no se exigiera una presencia física determinada. Solo la aptitud imprescindible para un trabajo que, efectivamente, no es ni mucho menos una filfa.

Su fútbol y mi radio

Como no podía ser de otro modo, en la gresca por el diezmo que le quieren imponer a las radios por transmitir los partidos de fútbol, mi corazón está con los que se dejan la garganta y nos hacen soñar las jugadas de un modo en que jamás las veríamos en el campo. Sentimentalmente, no puedo pertenecer a otro bando que a ese, que es el mío no sólo porque yo también soy de la especie de los piadores hercianos, sino porque desde antes de la primera papilla mi vida ha pendido siempre de las ondas. Sin embargo, mucho me temo que en estas líneas me toque ejercer de desertor de mi mismo, porque el puñetero sentido crítico que también va de serie con mi oficio y mi adiestramiento me dice que la razón no está de nuestro lado.

Me ha dolido escribirlo, pero ya que el obús está lanzado, sigo con la apostasía. Resulta que por mucho que nos empeñemos, y aunque curse como opio del pueblo, el fútbol no es de todos. Ni siquiera es propiedad de los que pagan un riñón por un abono anual o el dedo meñique por una entrada. Ni de los contribuyentes que financian estadios o reflotan equipos para que a los políticos no les monten el motín de Esquilache. Qué va: es de quien lo adquirió —a cambio de un pastón, por cierto— a unos subasteros que creían estar dando el pelotazo del milenio. Luego, se fundieron las ganancias en un chispún y volvieron a quedarse a dos velas. Pero ese tema es de otro parcial.

La lección que nos preocupa ahora es que aunque la inercia nos lleve a tratarlo como deporte, en realidad estamos hablando de un negocio. Y ahí hemos topado con la ley de la oferta y la demanda, que es puñetera y hasta cruel, pero simple: esto tengo, esto cuesta. En ese pulso están las emisoras y, volviendo a mi trinchera, creo que deberían mantenerlo. En el camino pueden descubrir que la transmisión in situ no es imprescindible para que funcionen los programas habituales. Les saldrían, incluso, más baratos.