Naturalmente que me alegra la decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre Juan Mari Atutxa, Gorka Knörr y Kontxi Bilbao, pero reconozco que soy incapaz de reprimir la sensación de rabia infinita que me invade. ¿Quién y cómo repara ahora el inmenso daño causado a tres personas que simplemente obraron en conciencia ante una arbitrariedad como la copa de un pino dictada por una instancia judicial que actuaba, como era (y sigue siendo) costumbre, por impulso político?
Por contundente que suene lo de la condena a España, se me queda muy corta. Aparte de que ni siquiera entra en el fondo del asunto, sabemos que a nadie le va a enrojecer el enésimo tironcente de orejas por pisotear alevosamente y por sistema los principios más básicos. No habrá nada parecido a una disculpa por haber propiciado un martirio que se ha prolongado durante casi tres lustros. Al contrario, esos que tanto elevan el mentón al exigir a los demás que reconozcan el sufrimiento causado están ya fumándose un puro con la sentencia.
Y por triste y vomitivo que parezca, no muy lejos de ellos se encienden otro caliqueño los que un día convirtieron a Atutxa en su peor pesadilla. Hablo, claro, de los que jalearon los innumerables intentos de ETA por mandarlo al otro barrio y ayer no disimulaban el disgusto por el fallo de los magistrados de Estrasburgo. No esperaba uno que la miseria moral y el resentimiento rancio pudieran alcanzar tales cotas. Qué gran retrato de aquellos años de plomo y mierda ideológica, el rechinar de dientes compartido por los hooligans de esta y aquella orilla. Los unos sin los otros nunca fueron nada.