Me van a perdonar el escepticismo de concha de galápago centenario, pero si sale algo en claro de este turre a muchas voces que llamamos Cumbre del clima, invito a todos los lectores al menú degustación del Arzak. No se vengan arriba, ojo, que cuando digo “algo en claro”, ni por asomo estoy hablando de maravillosas proclamas con música de violín de fondo, ni mucho menos de anuncios de compromisos del copón de la baraja con fecha de cumplimiento retrasable ad infinitum. Desde Río para acá, en el cada vez más lejano 1992 de los prodigios devenidos en fiascos, se han ido repitiendo estos sanedrines envueltos en tanta pompa como urgencia sin que se haya conseguido nada parecido a un avance.
Al contrario, se diría que el daño ambiental va a más y no parece haberse encontrado otro modo de hacerle frente que echarse las manos a la cabeza, hacer propósito de enmienda y engrosar la lista de listillos que viven de la martingala. Y junto a estos que han pillado cacho predicando el caos inminente, sus prosélitos culpando del desastre a los humildes mortales por pedir una bolsa de plástico en el supermercado.
Como he escrito en mil ocasiones aquí mismo, ni de lejos me cuento entre los negacionistas de lo evidente. Sin embargo, no acabo de encontrar en los rasgados de vestiduras —da igual institucionales, intelectuales, bienintencionados o cargados de razón científica— la relación de cambios imprescindibles para detener lo que se nos viene encima. Naturalmente, con la explicación en cada caso de la renuncia individual y/o colectiva que implicaría. Lo siguiente sería ver quién estaría por la labor de vivir de ese modo.