Bajo el inspirador y me consta que nada casual nombre de Udaberri 2024, el pasado viernes se presentó el Plan de Convivencia, Derechos Humanos y Diversidad —con todas esas mayúsculas— para los próximos tres años, incluido este, en la demarcación autonómica. Como conozco y aprecio especialmente a algunas de las personas que están detrás de tan noble propósito, me declaro a favor. Pero como también ellos y ellas me conocen a mi, dan por hecho que mi respaldo será necesariamente crítico y, ya se sabe lo que pasa donde hay confianza, un pelín tocanarices.
En todo caso, empiezo aplaudiendo que por fin hablemos de convivencia no solo en relación a nuestra triste experiencia con la violencia, sino además, en función del factor fundamental que ha cambiado las relaciones entre personas en nuestra sociedad. Efectivamente, me refiero a eso que nombramos para no liarnos demasiado como diversidad. Ojo, que ahí es donde está el quid de la espinosa cuestión. Como fallemos en el diagnóstico, de nada servirán las mejores intenciones, la palabrería pomposa y vacía recién inventada, los beatíficos comités anti rumores o los encuentros, simposios, congresos y jornadas alrededor del asunto, siempre con participantes de parte y una única visión.
¿Ven? Ya he ido un poco más allá de donde me había propuesto llegar. Pero precisamente porque, insisto, quiero que el objetivo se cumpla, no puedo evitar dejar por escrito mi temor a que se esté haciendo un planteamiento de arriba a abajo. Paradójicamente, en nombre del respeto a las minorías —que nadie discute— se obvia, no sé si decir a la mayoría, pero sí a una parte muy importante de la ciudadanía.