Giorgio Pujolone

Dando la razón a las viejas maledicencias mesetarias, el pasado viernes Jordi Pujol se apareció en el Parlament como Giorgio Pujolone, capo di capi de la Cosa Nostra institucional en la Catalunya peninsular. Totó Riina y Bernardo Provenzano, padrinos de la marca original siciliana, tienen acreditadas actuaciones similares ante los tribunales que llegaron a juzgarlos y condenarlos. Desde el banquillo de los acusados, se revolvían como hidras jurando (o sea, perjurando) que solo eran  honrados campesinos, afirmación que ellos mismos desmentían al advertir a jueces y fiscales de las funestas consecuencias que tendría tocarles un pelo. Su caída —amenazaban, y de algún modo se cumplió— precipitaría el hundimiento de las más altas instancias del Estado italiano. La versión del (creo que) todavía dignificado como Molt Honorable fue la metáfora de la rama y el árbol, que no deja de ser una adaptación del universal chiste del paciente que le agarraba de sus partes al dentista: “No nos iremos a hacer daño, ¿verdad, doctor?”.

De perdido al río, a Zu Pujolone no le queda otra que la huida hacia adelante. Su comportamiento es tan despreciable como humanamente comprensible. Consciente de que su lugar en la Historia se ha ido al guano —hasta que lo rehabiliten, como se hizo con el ilustre corrupto Indalecio Prieto, por ejemplo—, su única aspiración es limitar daños, especialmente para su famiglia, puesto que él está amortizado. Ha sido una jugada muy hábil recordar en presencia de no pocos de sus cómplices de siglas múltiples que sus presuntos delitos fueron perpetrados a la vista y con beneficio de muchos.

Silencios

El escritor Fernando Aramburu ha pedido perdón a sus colegas de oficio de la irredenta Vasconia por haberlos tachado de pesebreros y cobardes gallinas capitanes de las sardinas. Sería un gesto que lo honraría si no fuera porque [Enlace roto.] era una versión con sacarina de [Enlace roto.]. Para mi extraño gusto, casi con más carga ofensiva, tan lleno como iba el texto de paternalismo autosuficiente y de superioridad moral.

La tesis venía a ser algo así como: “Ay, mis confundidos y caguetas polluelos, ya comprendo que no os quedaba otra que ganaros el maíz con el silencio. Sobre todo, los que escribís en esa lengua que, [Enlace roto.]. ¿Quién os iba a leer si picoteabais la mano que os procuraba el grano”. Y luego, con tono curil, los absolvía de sus pecados de omisión y les imponía como penitencia la que ya arrastran: mantenerse en la estrechez estabularia del idioma canijo que apenas sirve para hacer literatura folclórica y costumbrista.

Cuando nos pongamos a redactar la gran enciclopedia de los relatos compartidos, habrá que dedicar unos cuantos tomos a explicar cuatro o cinco cositas sobre los silencios de los cojones. Los habría cómplices, no digo que no, y no faltaron los que simplemente buscaban no enmerdar más el patio. Pero es mentira y gorda que aquí todo el mundo calló y miró para otro lado. Bernardo Atxaga, Anjel Lertxundi, Ramón Saizarbitoria, Iban Zaldua, Jokin Muñoz, Pako Aristi, Karmele Jaio y decenas más que no me caben en esta columna han hablado alto y claro. En euskera, y por si había dudas, también en un castellano que todos ellos manejan como ya le gustaría a más de un ágrafo que va de cervantino. Lo que no ha hecho ninguno de los citados es utilizar a ETA como cebo promocional ni, mucho menos, como taparrabos para sus vergüenzas literarias.