Rubalnada

Carga de profundidad atribuida de modo muy verosímil a Iñaki Anasagasti: “Rubalcaba, si te descuidas, te la clava”. Pero eso era antes, cuando la sola mención del también llamado Rasputín de Solares provocaba sudores fríos, acopios de ajos y crucifijos y carreras para ocultarse tras la cortina más cercana, donde seguían temblando las canillas y castañeteando la piñata. Entonces inspiraba por igual a propios y ajenos un pavor infinito, solo comparable al que se tiene por la Parca, los dentistas o, en otra división, las metáforas de José Luis Bilbao. Acompañado por su fisonomía siniestra ma non troppo, su gestualidad de trasgo con algo de gremlin y su verbo cortante como los bordes de un folio joputa, parecía —y lo fue— capaz de detener el tiempo y la circulación de la sangre con una mirada. Aunque solo fuera a preguntarte si te apetecía un café o qué tal iba tu suegra de las varices, por instinto te salía arrodillarte y jurarle que fue sin querer, que no volverías a hacerlo y que en lo sucesivo te cortarías un brazo o los dos antes de volver a disgustarlo.

Qué tiempos, no tan lejanos por otra parte, en los que se decía que era Fouché redivivo y se le componían cantares de gesta, églogas y ditirambos que engrandecían aun más su ego y su poder sobre lo animado y lo inanimado. Quién nos iba a decir que llegaría la hora de verlo como materia para el blues más triste, que es el que se les escribe a los que no se sabe si son ya zombies o todavía moribundos y a los que no son siquiera sombra de sí mismos.

Tal desluce hoy Alfredo Pérez, tras combatir y perder con estrépito y deshonra con un cadáver político de nombre Mariano y de apellido Rajoy. Feroz hazaña del otrora invencible cid cántabro, devolver a su enemigo el hálito vital. Y los suyos, aplaudiendo con ardor la zurra autoinfligida. ¿Es que no tienen corazón o es que están tan miopes que no ven que Rubal-todo es ya apenas Rubal-nada?

Sí nos representan

Debate, estado, nación. Solo con esos tres sustantivos tenemos para montar un Bizancio semántico. Diseccionados individualmente, los tres son asaz discutibles. Juntos en una misma expresión resultan, según, una tomadura de pelo del quince o una entretenedera vacía. Mucho más si la presunta nación cuyo presunto estado presuntamente se debate es la denominada España. Y si tal ejercicio se lleva a cabo en el Congreso de los Diputados de la madrileñísima Carrera de San Jerónimo, mejor apagamos y nos vamos. Se me ocurren pocos lugares menos capacitados que ese para expedir cualquier tipo de diagnóstico sobre una realidad totalmente ajena a los frecuentadores de las Cortes. Sucede que ellas y ellos tienen una existencia paralela. Viven en una suerte de cueva de Platón de cinco estrellas y tres tenedores desde donde solo alcanzan a ver unas sombras que toman por personas sobre las que pontifican, polemizan y, ¡ay!, legislan. La mayoría ni siquiera recuerda que antes de ir en una lista y sacarse la lotería de las urnas fueron ciudadanos de a pie. Cuatro mil y pico pavos limpios al mes —dietas, viajes y otras gabelas aparte— son el mejor disolvente de la memoria.

¿Voy a parar al “No nos representan”? Ya quisiera, pero mi gran frustración es saber que sí lo hacen y que no tengo —no tenemos— ningún modo de evitarlo, ni de soslayarlo, ni de limitar sus letales efectos. Ajo y agua. Como lujo, una lengua larga para lamerse las heridas y soltar un juramento en arameo un minuto antes de aplacar la mala sangre viendo el Milan-Barça.

Pero habrá alguno que se salve, ¿no? Son 350 escaños. Por estadística, es probable, ¿pero quién? Descarto a todo el banco azul y a sus sostenedores. También a la oposición mayoritaria de aguachirle con cien armarios llenos de cadáveres. Y en la minoritaria, pues hombre, hay de casi todo, incluyendo pose, panfleto, pasteleo y siesta. Tal vez sea lo que nos merecemos.