La primera batalla es la del lenguaje, que nos impone la parte como si fuera el todo. Y esa está perdida: demasiado cansino matizar en cada enunciado que ‘las víctimas de ETA’ no son tales, sino unas asociaciones muy concretas que se han arrogado en exclusiva su representación. A partir de ahí vamos de cráneo. Si expresamos reparos a la manifestación del domingo en Colón, parece que nos estamos situando enfrente de miles de personas a las que se ha causado un daño injusto y que, por ello, sienten un dolor genuino. No es eso, por supuesto que no es eso, pero muy pocos se van a tomar el trabajo de separar el grano de la paja. Vivimos instalados en el trazo grueso, en el conmigo o contra mi, en el simplismo binario de considerar que todo se reduce a dos bandos y no caben los decimales.
Lo malo es que, sabiéndolo, no pongamos ningún cuidado en no echar más leña al fuego. Soy el primer crítico con los convocantes de esa manifestación que olía a naftalina y venganza. También con algunos de sus asistentes, en concreto, con los que fueron a salir en la foto, a ladrar un rencor añejo, o directamente, a enmerdar el patio con nostalgias y bravatas. De los demás, muchos miles, poco tengo que decir, salvo que en mi opinión estaban tan profundamente equivocados que la justicia que reclamaban era, en realidad, un injusticia de aquí a Lima. Sin embargo, ni siquiera la sospecha de que en el fondo de su ser eran conscientes de la engañina me empuja a negarles el legítimo derecho a salir a la calle a soltar sus proclamas. Insisto, por muy erradas y extemporáneas que a mi pudieran parecerme.
Si de verdad nos creemos una cuarta parte de las bellas palabras que aventamos sobre la convivencia, no podemos enfurruñarnos como hidras cuando vemos que el asfalto se deja pisar por personas de un credo distinto, incluso diametralmente opuesto, al nuestro. Salvo que en realidad lo que nos guste sea la bronca, claro.