Manifestarse

La primera batalla es la del lenguaje, que nos impone la parte como si fuera el todo. Y esa está perdida: demasiado cansino matizar en cada enunciado que ‘las víctimas de ETA’ no son tales, sino unas asociaciones muy concretas que se han arrogado en exclusiva su representación. A partir de ahí vamos de cráneo. Si expresamos reparos a la manifestación del domingo en Colón, parece que nos estamos situando enfrente de miles de personas a las que se ha causado un daño injusto y que, por ello, sienten un dolor genuino. No es eso, por supuesto que no es eso, pero muy pocos se van a tomar el trabajo de separar el grano de la paja. Vivimos instalados en el trazo grueso, en el conmigo o contra mi, en el simplismo binario de considerar que todo se reduce a dos bandos y no caben los decimales.

Lo malo es que, sabiéndolo, no pongamos ningún cuidado en no echar más leña al fuego. Soy el primer crítico con los convocantes de esa manifestación que olía a naftalina y venganza. También con algunos de sus asistentes, en concreto, con los que fueron a salir en la foto, a ladrar un rencor añejo, o directamente, a enmerdar el patio con nostalgias y bravatas. De los demás, muchos miles, poco tengo que decir, salvo que en mi opinión estaban tan profundamente equivocados que la justicia que reclamaban era, en realidad, un injusticia de aquí a Lima. Sin embargo, ni siquiera la sospecha de que en el fondo de su ser eran conscientes de la engañina me empuja a negarles el legítimo derecho a salir a la calle a soltar sus proclamas. Insisto, por muy erradas y extemporáneas que a mi pudieran parecerme.

Si de verdad nos creemos una cuarta parte de las bellas palabras que aventamos sobre la convivencia, no podemos enfurruñarnos como hidras cuando vemos que el asfalto se deja pisar por personas de un credo distinto, incluso diametralmente opuesto, al nuestro. Salvo que en realidad lo que nos guste sea la bronca, claro.

La recaída

No sé si será cuestión de días, semanas o meses, pero algo me dice que durante un tiempo vamos a tener motivos para añorar el (supuesto) inmovilismo del Gobierno español respecto a la superación de la(s) violencia(s). Tiene toda la pinta de que el perezoso Rajoy está saliendo del desesperante letargo y va a comenzar a dar pasos. Pero no en el sentido de la marcha que esperamos y llevamos demandándole desde que se aupó a Moncloa, sino exactamente en el contrario. Es probable que su voluntad fuera, según su costumbre, seguir mareando perdices y silbando a la vía hasta que el calendario solucionara el asunto, aunque fuera pudriéndolo del todo. Sin embargo, se han cruzado en su camino las asociaciones que se arrogan el monopolio de la representación de las víctimas —de las ETA, que son las únicas y verdaderas— y al cachazudo presidente no le va a quedar más remedio que saciar la sed de venganza de la bestia que él y los suyos alimentaron.

Por de pronto, después de dejarse echar una bronca de espanto por una señora que vive de prostituir el dolor genuino en rencor ególatra, el que nominalmente manda en el ejecutivo y en el PP tuvo que adherirse a la manifestación del domingo en Colón. Otra cosa es que él no vaya a tener el cuajo de presentarse en carne mortal para que, encima, le calienten las orejas por blandengue, pero el sello de la gaviota ha quedado a pie de página de la convocatoria. ¿Qué opinarán los pop vascos de la claudicación?

Y luego está ese Estatuto de la Víctima que hoy mismo aprobará el Consejo de Ministros, con pestazo a fraude de ley y a futuro nuevo varapalo desde Estrasburgo. Otra concesión para aplacar al monstruo, que seguirá pidiendo más… y obteniéndolo. ¿La venda antes de la herida? Ojalá pueda decirles dentro de equis que me precipité en el pronóstico, pero creo que es mejor disponer el ánimo para una recaída o una vuelta a las andadas. Por si acaso, más que nada.

Previsibles

¡Vaya! Ahora resulta que salen defensores de los derechos humanos hasta debajo de las piedras. La de muertos que nos habríamos ahorrado si hubieran aparecido antes. ¿Dónde estaban cuando tanto los necesitamos? No contesten. Era una pregunta retórica. Vale, retórica y además cínica. Lo bueno, lo malo y lo regular de nuestra tragicomedia es que, en general, nos conocemos demasiado. Y si no nos conocemos, nos inventamos mutuamente al gusto y a discreción. A mi, por ejemplo, hoy creo que me toca ser un fascista y un enemigo del pueblo. Qué se le va a hacer, no se puede ser todo el rato el puñetero amo de la barraca, como cuando escribí el otro día acerca de la impunidad de los GAL o hace dos martes eché unos espumarajos sobre la operación contra Herrira. Entonces las collejas —filoetarra cabrón, iras al paredón— vinieron del otro fondo. ¿Algún siglo de estos dejaremos de ser tan previsibles?

No, la idea no es mía, ya quisiera. Se la he tomado prestada a Jonan Fernández, otro que sabe lo que es recibir por babor y por estribor o, como el torero, dividir al respetable entre los que se acuerdan de su padre y los que lo hacen de su madre. Creyéndome descubridor de la pólvora, le pregunté hace un par de noches en Gabon de Onda Vasca por la visceralidad de las reacciones a favor y en contra de la decisión de Estrasburgo sobre la doctrina Parot. Visceralidad, sí, ¿qué les parece? Se me había ocurrido a mi solo echando un cigarrillo en el quicio de la puerta de la emisora. Tal cual se la centré al secretario de Paz y Convivencia del Gobierno vasco para que la rematara a la escuadra, pero él la dejó pasar y, a cambio, se sacó de la chistera lo de la previsibilidad de las declaraciones y lo morrocotudamente bueno que sería que alguna vez alguien se saliera del guion para decir lo inesperado. Ofrezco mi respeto y tal vez mi voto al primero o la primera que diga lo que menos me hubiera imaginado.

Doctrina y pretextos

Bienvenida sea la derogación de la doctrina Parot. Cantaba a leguas que era un chapucero aguaplast jurídico para tapar un boquete de serie en la legislación española, que conjuga escandalosas condenas a tres mil años con un sistema de bonus y cupones de descuento que muchísimas veces dejan la pena real en una ganga. En contrapartida, por una chorrada de delito, hay desgraciados que pringan un decenio, sin que a los paladines de las nobles causas se les mueva media ceja. Cuestión de fotogenia criminal.

O sea, que sí, que muy bien por la decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero sin venirse arriba y sin olvidar ciertos detalles. Por ejemplo, que esa institución a la que se le hace la ola por su ecuánime dictamen es la misma en cuyas muelas nos ciscamos cuando bendijo la ilegalización de Batasuna. No puede ser que sus magistrados antes fueran tildados de mamarrachos que emitían sus veredictos sobre lo que no tenían ni puta idea y ahora sean festejados como inspiradísimos y atinadísimos señaladores de la verdad. Ni viceversa, claro.

Ocurre, me temo —y esta es la parte más delicada de mi mensaje de hoy— que una vez más el asunto no va ni de justicia ni de derechos humanos, por mucho que casi todo el mundo se haya refugiado en ambos elevados conceptos para vender su mercancía. La inmensa mayoría de las posturas a favor o en contra de la Doctrina Parot son políticas o de conveniencia. En un lado se defiende la institucionalización de la venganza y el retorcimiento de las leyes para mantener alta la moral del ultramonte. En el otro se pretende dar carta de naturaleza al pelillos a la mar ante quien ha cometido una docena de asesinatos y no siente el menor cargo de conciencia por ello. Me gustaría pensar que hay un camino intermedio entre el encarnizamiento penitenciario y la impunidad, y que es por el que ha optado, aunque sea de puñetera chamba, el Tribunal de Estrasburgo..