Nos han puesto fácil el juego de palabras. Al final, Inocente era culpable. Muy pero que muy culpable. Como me consta que hablo de una de esas noticias que, pese a su importancia, pasan desapercibidas para el común de los mortales, me apresuro a aclarar que hablo de una escoria humana llamada Inocente Orlando Montano. La Audiencia Nacional acaba de condenar a este tipejo, excoronel del ejército salvadoreño, por el vil asesinato del jesuita portugalujo Ignacio Ellacuría, junto a otros cuatro religiosos, una cocinera y su hija en la Universidad Católica del país centroamericano en noviembre de 1989. Le han caído 133 años de cárcel como instigador de ese brutal crimen que marcó a los de mi generación y que representa la reproducción a escala de una época terrorífica en toda América Latina.
Se supone que la condena, más de cuatro decenios después, debe aliviarnos o, incluso, alegrarnos. He leído varios testimonios de muy buena gente en este sentido. Sin embargo, reconociendo que es un paso, me temo que no alcanza para reparar ni para aclarar ni en una millonésima parte aquella atrocidad. El tal Montano apenas era un apéndice de un siniestro aparato justiciero montado por los gobiernos salvadoreños y diferentes administraciones estadounidenses… ante el silencio cómplice de, entre otros, Juan Pablo II.