Creo que fue en la segunda victoria de Obama, comicios arriba o abajo, cuando aprendimos a pontificar como si tuviéramos cuatro doctorados en politología que quien se lleva Ohio se lleva todo. Desde entonces, cada madrugada electoral yanki ha ido creciendo en paletismo mal barnizado. Ahora ya los cuñados recalcitrantes te sueltan con soniquete de letanía que la clave está en Wisconsin, que no hay que perder de vista Georgia o que mucho ojito con Pensilvania. Claro que mis bodoques favoritos de las últimas horas son los que, tras leer un titular de la edición digital de El País, enarcan una ceja y regurgitan que todo se juega en “el cinturón del óxido”, como si fueran capaces de distinguir tal cosa de una onza de chocolate.
Y luego, para triple cum laude, los que te avanzan lo que sin duda va a pasar después de haber pifiado groseramente cada pronóstico. Los mismos que vaticinaron que esta vez no habría sustos y Biden se anotaría una victoria indiscutible y por goleada hicieron la ciaboga en un segundo para dar por seguro el triunfo de Trump, qué putada, mi brigada. Ventajistas sin freno, en cuanto cambiaron los números en alguno de los estados arriba mentados, volvieron a virar para anunciar que el candidato demócrata será el próximo inquilino de la Casa Blanca. A lo que yo solo añadiré: ojalá.